Existe un profundo desajuste entre la economía actual de Alemania y su herencia institucional del período de posguerra. Si la crisis actual impulsa un replanteamiento total de esa herencia, podría finalmente romperse el bloqueo que bloquea las reformas necesarias.
FRANCFORT – Alemania es el ejemplo perfecto de todo lo que está mal en la economía europea. El PIB va camino de caer por segundo año consecutivo. Las industrias con un uso intensivo de energía, como la química y la metalúrgica, están en crisis. Campeones nacionales como Volkswagen y ThyssenKrupp han anunciado recortes de empleo y cierres de fábricas sin precedentes.
Desde hace tiempo sostengo que la mejor manera de entender estos problemas es considerarlos como una consecuencia negativa del propio éxito económico anterior de Alemania y de los fundamentos institucionales de esos logros anteriores. El malestar actual de la economía alemana es una prueba más de ello.
Después de la Segunda Guerra Mundial –un período de agitación y crisis, pero también de renovación y oportunidades–, lo que entonces era Alemania Occidental desarrolló un conjunto de instituciones económicas y políticas ideales para las condiciones de la época. Para sacar provecho de su destreza existente en la manufactura de calidad, las autoridades pusieron en marcha programas exitosos de capacitación vocacional y de aprendizaje que ampliaron la oferta de mecánicos y técnicos calificados. Para aprovechar el rápido crecimiento del comercio mundial y penetrar en los mercados de exportación globales, la industria alemana redobló la apuesta en la producción de vehículos automotores y bienes de capital, campos en los que había desarrollado una marcada ventaja comparativa.
Al mismo tiempo, Alemania Occidental creó un sistema financiero basado en los bancos para canalizar fondos a las empresas dominantes en esos sectores. Para garantizar la armonía en sus grandes empresas y limitar las perturbaciones en el lugar de trabajo, desarrolló un sistema de codecisión gerencial que otorgaba a los representantes de los trabajadores la posibilidad de participar en las decisiones de los altos ejecutivos.
Por último, para limitar la política disruptiva, y específicamente para controlar el tipo de extremismo político y fragmentación parlamentaria que habían acosado a Alemania en el pasado, se puso en marcha un sistema electoral proporcional para que todos los partidos tradicionales tuvieran voz, sujeto a un umbral mínimo del 5% para la representación parlamentaria (para limitar la influencia de los partidos marginales).
El feliz resultado de esta alineación de instituciones y oportunidades fue el Wirtschaftswunder , el milagro del crecimiento del tercer cuarto del siglo XX, cuando Alemania Occidental superó a sus principales rivales de las economías avanzadas (con la única excepción de Japón).
Lamentablemente, esas mismas instituciones y mecanismos resultaron sumamente difíciles de modificar cuando cambiaron las circunstancias. Centrarse en la fabricación de calidad se volvió problemático con el surgimiento de nuevos competidores, incluida China, pero las empresas alemanas siguieron invirtiendo fuertemente en esa estrategia.
Los intentos de cambiar la organización del lugar de trabajo, y mucho menos cerrar plantas antieconómicas, se vieron obstaculizados por la cogestión. Financiar nuevas empresas en nuevos sectores no era la inclinación natural de los bancos anticuados, acostumbrados a tratar con clientes de larga data que se dedicaban a líneas de negocio conocidas. Y un sistema electoral proporcional con un umbral del 5% arrojó resultados insatisfactorios y coaliciones inestables cuando los votantes se movieron hacia los extremos, posicionando a Alternativa para Alemania a la derecha y a la Alianza Sahra Wagenknecht a la izquierda para obtener representación parlamentaria, mientras que los Demócratas Libres, más moderados, corrían el riesgo de quedar excluidos.
Las soluciones, al parecer, son obvias: invertir más en educación superior y menos en los anticuados programas de aprendizaje y formación profesional para que Alemania pueda convertirse en un líder en automatización e inteligencia artificial; desarrollar una industria de capital de riesgo que asuma riesgos que los bancos no están dispuestos a asumir; utilizar políticas macroeconómicas para estimular el gasto en lugar de depender de mercados de exportación plagados de aranceles; y repensar la cogestión y un sistema electoral proporcional mixto que ha dejado de ser útil.
En último término, hay que levantar el “freno de la deuda”, otro legado del pasado que limita el gasto público. De ese modo, el gobierno podrá invertir más en investigación y desarrollo y en infraestructura, dos determinantes críticos del éxito económico en el siglo XXI.
Imaginar esos cambios puede ser fácil, pero implementarlos no lo es. El cambio siempre es difícil, por supuesto. Pero es especialmente difícil cuando se busca modificar un conjunto de instituciones y mecanismos cuyo funcionamiento exitoso, en cada caso, depende del funcionamiento de los demás. Intentar hacerlo es como reemplazar la transmisión de un Volkswagen mientras el motor está en marcha.
Por ejemplo, los bancos alemanes, que dependen de sus relaciones con los clientes, se sienten más cómodos cuando prestan dinero a empresas que llevan mucho tiempo haciendo negocios de la misma manera. A su vez, esas empresas obtienen mejores resultados cuando tienen relaciones duraderas con bancos en los que pueden confiar para obtener financiación.
Si se sustituyen esas empresas establecidas por empresas emergentes, los bancos, que carecen de la experiencia de los fondos de riesgo, se verán en problemas. Si, a pesar de todo, prestan, corren el riesgo de hundirse. Si se sustituyen los bancos por fondos de capital de riesgo, que tienen poco interés en las empresas de doblado de metales tradicionales, esas empresas perderán el acceso a la financiación externa de la que dependen. Tal es la naturaleza del estancamiento institucional de Alemania.
La mala noticia, entonces, es que existe un grave desajuste entre la situación económica actual de Alemania y su herencia institucional, y que existen grandes obstáculos para modificar esta última y realinearla con la primera. La buena noticia es que una crisis que provoque un replanteamiento general de esa herencia institucional podría, tal vez, romper el atolladero. Tal vez ésta sea precisamente la crisis que Alemania necesita.
Barry Eichengreen, catedrático de Economía y Ciencias Políticas en la Universidad de California, Berkeley, es un antiguo asesor político del Fondo Monetario Internacional. Es autor de numerosos libros, entre ellos In Defense of Public Debt (Oxford University Press, 2021).
Desde hace tiempo sostengo que la mejor manera de entender estos problemas es considerarlos como una consecuencia negativa del propio éxito económico anterior de Alemania y de los fundamentos institucionales de esos logros anteriores. El malestar actual de la economía alemana es una prueba más de ello.
Después de la Segunda Guerra Mundial –un período de agitación y crisis, pero también de renovación y oportunidades–, lo que entonces era Alemania Occidental desarrolló un conjunto de instituciones económicas y políticas ideales para las condiciones de la época. Para sacar provecho de su destreza existente en la manufactura de calidad, las autoridades pusieron en marcha programas exitosos de capacitación vocacional y de aprendizaje que ampliaron la oferta de mecánicos y técnicos calificados. Para aprovechar el rápido crecimiento del comercio mundial y penetrar en los mercados de exportación globales, la industria alemana redobló la apuesta en la producción de vehículos automotores y bienes de capital, campos en los que había desarrollado una marcada ventaja comparativa.
Al mismo tiempo, Alemania Occidental creó un sistema financiero basado en los bancos para canalizar fondos a las empresas dominantes en esos sectores. Para garantizar la armonía en sus grandes empresas y limitar las perturbaciones en el lugar de trabajo, desarrolló un sistema de codecisión gerencial que otorgaba a los representantes de los trabajadores la posibilidad de participar en las decisiones de los altos ejecutivos.
Por último, para limitar la política disruptiva, y específicamente para controlar el tipo de extremismo político y fragmentación parlamentaria que habían acosado a Alemania en el pasado, se puso en marcha un sistema electoral proporcional para que todos los partidos tradicionales tuvieran voz, sujeto a un umbral mínimo del 5% para la representación parlamentaria (para limitar la influencia de los partidos marginales).
El feliz resultado de esta alineación de instituciones y oportunidades fue el Wirtschaftswunder , el milagro del crecimiento del tercer cuarto del siglo XX, cuando Alemania Occidental superó a sus principales rivales de las economías avanzadas (con la única excepción de Japón).
Lamentablemente, esas mismas instituciones y mecanismos resultaron sumamente difíciles de modificar cuando cambiaron las circunstancias. Centrarse en la fabricación de calidad se volvió problemático con el surgimiento de nuevos competidores, incluida China, pero las empresas alemanas siguieron invirtiendo fuertemente en esa estrategia.
Los intentos de cambiar la organización del lugar de trabajo, y mucho menos cerrar plantas antieconómicas, se vieron obstaculizados por la cogestión. Financiar nuevas empresas en nuevos sectores no era la inclinación natural de los bancos anticuados, acostumbrados a tratar con clientes de larga data que se dedicaban a líneas de negocio conocidas. Y un sistema electoral proporcional con un umbral del 5% arrojó resultados insatisfactorios y coaliciones inestables cuando los votantes se movieron hacia los extremos, posicionando a Alternativa para Alemania a la derecha y a la Alianza Sahra Wagenknecht a la izquierda para obtener representación parlamentaria, mientras que los Demócratas Libres, más moderados, corrían el riesgo de quedar excluidos.
Las soluciones, al parecer, son obvias: invertir más en educación superior y menos en los anticuados programas de aprendizaje y formación profesional para que Alemania pueda convertirse en un líder en automatización e inteligencia artificial; desarrollar una industria de capital de riesgo que asuma riesgos que los bancos no están dispuestos a asumir; utilizar políticas macroeconómicas para estimular el gasto en lugar de depender de mercados de exportación plagados de aranceles; y repensar la cogestión y un sistema electoral proporcional mixto que ha dejado de ser útil.
En último término, hay que levantar el “freno de la deuda”, otro legado del pasado que limita el gasto público. De ese modo, el gobierno podrá invertir más en investigación y desarrollo y en infraestructura, dos determinantes críticos del éxito económico en el siglo XXI.
Imaginar esos cambios puede ser fácil, pero implementarlos no lo es. El cambio siempre es difícil, por supuesto. Pero es especialmente difícil cuando se busca modificar un conjunto de instituciones y mecanismos cuyo funcionamiento exitoso, en cada caso, depende del funcionamiento de los demás. Intentar hacerlo es como reemplazar la transmisión de un Volkswagen mientras el motor está en marcha.
Por ejemplo, los bancos alemanes, que dependen de sus relaciones con los clientes, se sienten más cómodos cuando prestan dinero a empresas que llevan mucho tiempo haciendo negocios de la misma manera. A su vez, esas empresas obtienen mejores resultados cuando tienen relaciones duraderas con bancos en los que pueden confiar para obtener financiación.
Si se sustituyen esas empresas establecidas por empresas emergentes, los bancos, que carecen de la experiencia de los fondos de riesgo, se verán en problemas. Si, a pesar de todo, prestan, corren el riesgo de hundirse. Si se sustituyen los bancos por fondos de capital de riesgo, que tienen poco interés en las empresas de doblado de metales tradicionales, esas empresas perderán el acceso a la financiación externa de la que dependen. Tal es la naturaleza del estancamiento institucional de Alemania.
La mala noticia, entonces, es que existe un grave desajuste entre la situación económica actual de Alemania y su herencia institucional, y que existen grandes obstáculos para modificar esta última y realinearla con la primera. La buena noticia es que una crisis que provoque un replanteamiento general de esa herencia institucional podría, tal vez, romper el atolladero. Tal vez ésta sea precisamente la crisis que Alemania necesita.