En los últimos años, un creciente coro de académicos y responsables de políticas ha hecho sonar la alarma sobre la disfunción sistémica del sector tecnológico estadounidense. Sin embargo, a pesar del gran dramatismo de las audiencias en el Congreso con los directores ejecutivos de las grandes tecnológicas y una cascada de proyectos de ley que prometen reformas integrales, los resultados han sido decepcionantes.
LONDRES – El nacionalismo ha surgido como una fuerza poderosa que configura la política tecnológica global, en ningún otro lugar más que en Estados Unidos. Con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca para un segundo mandato, su visión del futuro tecnológico de Estados Unidos está adquiriendo mayor relevancia.
En el país, Trump promete una agenda de desregulación radical acompañada de una política industrial destinada a impulsar las empresas tecnológicas nacionales. En el exterior, su administración parece dispuesta a redoblar las restricciones agresivas destinadas a mantener la tecnología estadounidense fuera del alcance de China.
Sin embargo, la gran visión de Trump de “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande” pasa por alto un detalle crucial: el ciclo de innovación es de enorme importancia para el progreso tecnológico. El camino que Estados Unidos está trazando corre el riesgo de fomentar un ecosistema tecnológico dominado por productos mediocres, como aplicaciones de redes sociales que captan la atención, y no fomentar el tipo de inventos transformadores que impulsan la productividad y el crecimiento económico a largo plazo.
Joseph Schumpeter, el renombrado economista austríaco que popularizó el término “destrucción creativa”, identificó tres etapas clave del proceso. En primer lugar, está la innovación: una idea o un método revolucionario. En el ámbito de la inteligencia artificial, esta etapa incluye el desarrollo de redes neuronales, que sentaron las bases para el aprendizaje profundo y, más recientemente, la arquitectura transformadora que ha impulsado el auge de la IA generativa.
Luego viene la etapa de comercialización, cuando las ideas disruptivas se transforman en productos listos para el mercado. Aquí es donde surgen herramientas como ChatGPT (aplicaciones basadas en grandes modelos de lenguaje) y se vuelven accesibles para los consumidores cotidianos. Por último, está la difusión, la fase en la que la tecnología novedosa se vuelve omnipresente y transforma las industrias y la vida cotidiana.
Hasta ahora, los debates sobre la regulación tecnológica han tendido a centrarse en las últimas etapas de este proceso, que aportan beneficios económicos inmediatos, y a menudo han pasado por alto la etapa inicial de la invención. Es cierto que las regulaciones para garantizar la seguridad, la privacidad de los datos y la protección de la propiedad intelectual pueden aumentar los costos de adopción y retrasar el lanzamiento de productos, pero es menos probable que estas barreras sofoquen la innovación en la etapa de invención, donde las ideas creativas toman forma.
Por supuesto, la perspectiva de descubrir el próximo gran éxito comercial –algo como ChatGPT– puede estimular la invención futura, y su adopción generalizada también puede ayudar a refinar estas tecnologías, pero es probable que esa retroalimentación sea muy limitada para la mayoría de los productos.
Consideremos el caso de Character.AI, una empresa que desarrolló un popular chatbot de acompañamiento. Si bien el producto ciertamente contribuyó a la difusión de los servicios basados en LLM, no hizo mucho por estimular la invención. Recientemente, la empresa incluso abandonó sus planes de crear su propio LLM, lo que indica que su foco sigue firmemente puesto en la difusión más que en la invención innovadora.
En esos casos, las regulaciones que garanticen que las innovaciones sean seguras, éticas y responsables cuando lleguen al mercado probablemente generarían beneficios que superarían los costos. La reciente tragedia de un niño de 14 años que se quitó la vida después de interacciones prolongadas con el chatbot de Character.AI subraya la necesidad urgente de contar con salvaguardas, especialmente cuando esos servicios son fácilmente accesibles para los usuarios jóvenes.
La laxa regulación tecnológica también conlleva un costo oculto: puede desviar recursos de los descubrimientos científicos, favoreciendo en cambio las ganancias rápidas mediante la difusión masiva. Esta dinámica ha alimentado la proliferación de aplicaciones de redes sociales adictivas que hoy dominan el mercado, dejando tras de sí una estela de males sociales, que van desde la adicción adolescente hasta la profundización de la polarización política.
En los últimos años, un creciente coro de académicos y responsables de políticas ha hecho sonar la alarma sobre la disfunción sistémica del sector tecnológico estadounidense. Sin embargo, a pesar del gran dramatismo de las audiencias en el Congreso con los directores ejecutivos de las grandes tecnológicas y una cascada de proyectos de ley que prometen reformas integrales, los resultados han sido decepcionantes.
Hasta ahora, el esfuerzo más destacado del gobierno federal para controlar a las grandes tecnológicas se ha centrado en TikTok, en forma de un proyecto de ley que prohibiría la aplicación por completo u obligaría a sus propietarios chinos a desinvertir. En el ámbito de la privacidad de los datos, la medida más significativa hasta ahora ha sido una orden ejecutiva que restringe el flujo de datos confidenciales masivos a los “países de interés”, entre los que se encuentra China.
Mientras tanto, las autoridades estadounidenses han dirigido cada vez más su escrutinio hacia el interior del país para erradicar el espionaje. La ahora tristemente célebre Iniciativa China , que afectó desproporcionadamente a los científicos de etnia china, ha avivado el miedo y provocado un éxodo de talentos de Estados Unidos. A esto se suma una amplia prohibición de visas para estudiantes e investigadores chinos asociados con el programa de “fusión militar-civil” de China. Si bien aparentemente está destinada a proteger la seguridad nacional, la política ha alejado a innumerables personas cualificadas .
Esto nos lleva a la paradoja que se encuentra en el centro de la política tecnológica estadounidense: una regulación excesiva y deficiente a la vez. Por un lado, los responsables de las políticas estadounidenses no han implementado salvaguardas esenciales para la seguridad de los productos y la privacidad de los datos, áreas en las que una supervisión cuidadosa podría mitigar los riesgos y, al mismo tiempo, fomentar un entorno competitivo propicio para la innovación de vanguardia. Por otro lado, han adoptado una postura agresiva, incluso punitiva, hacia los investigadores estadounidenses que están a la vanguardia del descubrimiento científico, regulando en la práctica la invención misma.
La ironía no podría ser más cruda: en su intento por superar a China, Estados Unidos corre el riesgo de sofocar su propio potencial para la próxima tecnología innovadora.
LONDRES – El nacionalismo ha surgido como una fuerza poderosa que configura la política tecnológica global, en ningún otro lugar más que en Estados Unidos. Con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca para un segundo mandato, su visión del futuro tecnológico de Estados Unidos está adquiriendo mayor relevancia.
En el país, Trump promete una agenda de desregulación radical acompañada de una política industrial destinada a impulsar las empresas tecnológicas nacionales. En el exterior, su administración parece dispuesta a redoblar las restricciones agresivas destinadas a mantener la tecnología estadounidense fuera del alcance de China.
Sin embargo, la gran visión de Trump de “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande” pasa por alto un detalle crucial: el ciclo de innovación es de enorme importancia para el progreso tecnológico. El camino que Estados Unidos está trazando corre el riesgo de fomentar un ecosistema tecnológico dominado por productos mediocres, como aplicaciones de redes sociales que captan la atención, y no fomentar el tipo de inventos transformadores que impulsan la productividad y el crecimiento económico a largo plazo.
Joseph Schumpeter, el renombrado economista austríaco que popularizó el término “destrucción creativa”, identificó tres etapas clave del proceso. En primer lugar, está la innovación: una idea o un método revolucionario. En el ámbito de la inteligencia artificial, esta etapa incluye el desarrollo de redes neuronales, que sentaron las bases para el aprendizaje profundo y, más recientemente, la arquitectura transformadora que ha impulsado el auge de la IA generativa.
Luego viene la etapa de comercialización, cuando las ideas disruptivas se transforman en productos listos para el mercado. Aquí es donde surgen herramientas como ChatGPT (aplicaciones basadas en grandes modelos de lenguaje) y se vuelven accesibles para los consumidores cotidianos. Por último, está la difusión, la fase en la que la tecnología novedosa se vuelve omnipresente y transforma las industrias y la vida cotidiana.
Hasta ahora, los debates sobre la regulación tecnológica han tendido a centrarse en las últimas etapas de este proceso, que aportan beneficios económicos inmediatos, y a menudo han pasado por alto la etapa inicial de la invención. Es cierto que las regulaciones para garantizar la seguridad, la privacidad de los datos y la protección de la propiedad intelectual pueden aumentar los costos de adopción y retrasar el lanzamiento de productos, pero es menos probable que estas barreras sofoquen la innovación en la etapa de invención, donde las ideas creativas toman forma.
Por supuesto, la perspectiva de descubrir el próximo gran éxito comercial –algo como ChatGPT– puede estimular la invención futura, y su adopción generalizada también puede ayudar a refinar estas tecnologías, pero es probable que esa retroalimentación sea muy limitada para la mayoría de los productos.
Consideremos el caso de Character.AI, una empresa que desarrolló un popular chatbot de acompañamiento. Si bien el producto ciertamente contribuyó a la difusión de los servicios basados en LLM, no hizo mucho por estimular la invención. Recientemente, la empresa incluso abandonó sus planes de crear su propio LLM, lo que indica que su foco sigue firmemente puesto en la difusión más que en la invención innovadora.
En esos casos, las regulaciones que garanticen que las innovaciones sean seguras, éticas y responsables cuando lleguen al mercado probablemente generarían beneficios que superarían los costos. La reciente tragedia de un niño de 14 años que se quitó la vida después de interacciones prolongadas con el chatbot de Character.AI subraya la necesidad urgente de contar con salvaguardas, especialmente cuando esos servicios son fácilmente accesibles para los usuarios jóvenes.
La laxa regulación tecnológica también conlleva un costo oculto: puede desviar recursos de los descubrimientos científicos, favoreciendo en cambio las ganancias rápidas mediante la difusión masiva. Esta dinámica ha alimentado la proliferación de aplicaciones de redes sociales adictivas que hoy dominan el mercado, dejando tras de sí una estela de males sociales, que van desde la adicción adolescente hasta la profundización de la polarización política.
En los últimos años, un creciente coro de académicos y responsables de políticas ha hecho sonar la alarma sobre la disfunción sistémica del sector tecnológico estadounidense. Sin embargo, a pesar del gran dramatismo de las audiencias en el Congreso con los directores ejecutivos de las grandes tecnológicas y una cascada de proyectos de ley que prometen reformas integrales, los resultados han sido decepcionantes.
Hasta ahora, el esfuerzo más destacado del gobierno federal para controlar a las grandes tecnológicas se ha centrado en TikTok, en forma de un proyecto de ley que prohibiría la aplicación por completo u obligaría a sus propietarios chinos a desinvertir. En el ámbito de la privacidad de los datos, la medida más significativa hasta ahora ha sido una orden ejecutiva que restringe el flujo de datos confidenciales masivos a los “países de interés”, entre los que se encuentra China.
Mientras tanto, las autoridades estadounidenses han dirigido cada vez más su escrutinio hacia el interior del país para erradicar el espionaje. La ahora tristemente célebre Iniciativa China , que afectó desproporcionadamente a los científicos de etnia china, ha avivado el miedo y provocado un éxodo de talentos de Estados Unidos. A esto se suma una amplia prohibición de visas para estudiantes e investigadores chinos asociados con el programa de “fusión militar-civil” de China. Si bien aparentemente está destinada a proteger la seguridad nacional, la política ha alejado a innumerables personas cualificadas .
Esto nos lleva a la paradoja que se encuentra en el centro de la política tecnológica estadounidense: una regulación excesiva y deficiente a la vez. Por un lado, los responsables de las políticas estadounidenses no han implementado salvaguardas esenciales para la seguridad de los productos y la privacidad de los datos, áreas en las que una supervisión cuidadosa podría mitigar los riesgos y, al mismo tiempo, fomentar un entorno competitivo propicio para la innovación de vanguardia. Por otro lado, han adoptado una postura agresiva, incluso punitiva, hacia los investigadores estadounidenses que están a la vanguardia del descubrimiento científico, regulando en la práctica la invención misma.
La ironía no podría ser más cruda: en su intento por superar a China, Estados Unidos corre el riesgo de sofocar su propio potencial para la próxima tecnología innovadora.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/us-trump-tech-regulation-risks-stifling-innovation-by-s-alex-yang-and-angela-huyue-zhang-2024-12