¿Le espera a Ucrania una salvaje guerra de partición?
Donald Trump parece decidido a alcanzar un acuerdo de “paz” con Rusia que implique el desmembramiento de Ucrania. Desde Polonia en el siglo XVIII hasta el subcontinente indio en el siglo XX, la historia demuestra ampliamente que el tipo de partición que esto implica probablemente acarree una violencia espantosa y una enemistad duradera.
MOSCÚ – A diferencia de lo que sucedió durante su primer mandato en la Casa Blanca, el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, parece decidido a cumplir muchas de sus promesas de campaña. Sus nombramientos para el gabinete –desde Tulsi Gabbard, amiga del Kremlin, como directora de Inteligencia Nacional, hasta Robert F. Kennedy Jr., escéptico de las vacunas y amante de las teorías conspirativas, como secretario de Salud y Servicios Humanos– confirman el compromiso de Trump con una campaña de tierra arrasada contra las instituciones estadounidenses y los “enemigos internos” percibidos . Y su discurso de victoria sugiere que habla en serio sobre “detener las guerras”, empezando por la de Ucrania.
Trump lleva mucho tiempo afirmando que pondría fin a la guerra en Ucrania en las 24 horas siguientes a su asunción. Ha habido mucha especulación sobre el acuerdo que Trump tiene en mente, y todos los escenarios tienen algo en común: el desmembramiento de Ucrania. Si este tiene que ser el precio de la paz, vale la pena considerar la sombría historia de la partición territorial.
Pocos acontecimientos generan una enemistad tan duradera; menos aún han causado una violencia más devastadora. Las tres particiones de Polonia que tuvieron lugar a fines del siglo XVIII son tal vez el paralelo más cercano en Europa a la visión de Trump para Ucrania. A partir de 1772, la monarquía de los Habsburgo de Austria, el Reino de Prusia y el Imperio ruso se apoderaron de territorios y se los anexaron, dividiéndose en la práctica las tierras polacas y borrando de la faz de la Tierra lo que había sido el estado más grande de Europa en términos de superficie.
Ante semejante subyugación, la resistencia violenta es casi inevitable. Los polacos llevaron a cabo campañas periódicas de estilo guerrillero durante toda la ocupación, con importantes levantamientos en 1831 y 1863. La resistencia continuó hasta bien entrado el siglo XX, encabezada por las campañas de independencia de Josef Piłsudski –salpicadas de actos de terrorismo– antes de la Primera Guerra Mundial. La enemistad hacia Rusia, en particular, perdura hasta el día de hoy, y el Kremlin tiene que responder por la violencia de la era de Stalin contra el pueblo polaco.
En cuanto a Francia, durante décadas albergó odio hacia Alemania por la incorporación de Alsacia y Lorena al nuevo Imperio Alemán por parte del Káiser Guillermo I tras la guerra franco-prusiana de 1870-71. La reconciliación entre los dos países comenzó recién en la década de 1950, con el surgimiento de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (precursora de la actual Unión Europea) y la OTAN.
De manera similar, la decisión británica de dividir Irlanda, manteniendo la mayor parte de la provincia norteña del Ulster como parte del Reino Unido, incitó una guerra civil entre quienes estaban dispuestos a ceder Irlanda del Norte, encabezados por Michael Collins, y quienes rechazaban cualquier tratado que no otorgara a Irlanda la independencia completa. Esa salvaje guerra de paz duró apenas dos años, pero dejó un legado de terror –tanto católico como protestante– que sólo terminó con el Acuerdo de Viernes Santo, negociado por Estados Unidos, en 1998.
Pero quizá las particiones más brutales se produjeron en Asia en el siglo XX. En 1932, el Imperio del Japón separó Manchuria de la República de China y creó el estado títere de Manchukuo . El despiadado gobierno de 13 años del Ejército Kwantung japonés allí –que incluyó la esclavización de millones de personas, experimentos médicos perversos y matanzas generalizadas de minorías– se convirtió en una especie de modelo para los nazis en Europa del Este. El resentimiento chino por la salvaje ocupación del Japón imperial es tan profundo que, hasta el día de hoy, los líderes chinos lo invocan para avivar la oposición a las políticas del Japón democrático moderno.
Sin embargo, en términos de vidas perdidas directamente por una partición, nada puede compararse con la división del subcontinente indio en 1947, tras la salida de los británicos, en una India de mayoría hindú y un Pakistán de mayoría musulmana. La partición desencadenó una de las mayores migraciones de la historia (unos 18 millones de personas), en la que los musulmanes se dirigieron a Pakistán (incluido el actual Bangladesh) y los hindúes y sijs a la India. La violencia sectaria (que incluyó violaciones, incendios y asesinatos en masa) provocó la muerte de nada menos que 3,4 millones de personas.
En los 77 años transcurridos desde la partición del Imperio británico, India y Pakistán han librado cuatro guerras, la más reciente de las cuales –la llamada Guerra de Kargil de 1999– se produjo cuando ambos países ya poseían armas nucleares. No se vislumbra ningún acercamiento histórico, como el que se produjo con Francia y Alemania.
La partición de Vietnam en 1954 –en una zona norte, gobernada por el Viet Minh comunista, y una zona sur, gobernada por la República de Vietnam– resultó igualmente sangrienta, pues desencadenó dos décadas de guerra que dejaron hasta tres millones de vietnamitas muertos (lo que es notable es que los vietnamitas no parecen guardar rencor contra Estados Unidos, que perdió 58.000 soldados antes de retirarse en 1975, por su papel en su agonía nacional).
Y luego está la partición de Palestina en 1947-48 en un estado judío independiente y un estado árabe independiente. Esta decisión de las Naciones Unidas desencadenó décadas de hostilidad, opresión, terrorismo y guerras que continúan hasta el día de hoy. Basta con mirar las ruinas de Gaza para ver el horrible legado de la partición aquí.
¿Qué resultados podría traer consigo la partición de Ucrania? En la lucha por su integridad territorial desde febrero de 2022, los ucranianos han demostrado coraje y dinamismo, cualidades que sin duda pondrán en práctica en la reconstrucción de su país. Pero, dada la magnitud de las pérdidas humanas y económicas que han sufrido, les resultará difícil someterse en silencio a la idea de la partición. Será especialmente difícil si se tiene en cuenta que el presidente ruso, Vladimir Putin, no ha ocultado su convicción de que Ucrania no es sólo un “país vecino”, sino que “la Ucrania moderna fue creada íntegramente por Rusia” y, por lo tanto, debería existir sólo bajo el paraguas ruso.
En cualquier posible negociación de paz futura, los ucranianos saben que la mejor posibilidad de evitar una mayor interferencia rusa es mediante garantías internacionales de seguridad férreas (si no la adhesión inmediata a la OTAN). Trump parece detestar los actuales compromisos de seguridad de Estados Unidos, pero que Estados Unidos no ofrezca esas garantías puede resultar perjudicial también para Rusia.
Putin llegó al poder tras una guerra devastadora y una prolongada insurgencia en la república rusa de Chechenia, que incluyó ataques terroristas de separatistas chechenos en Moscú y otras ciudades rusas. Ya en 2022, los ucranianos prometieron una guerra de guerrillas contra Rusia. A falta de otras opciones, ese riesgo sólo aumentará. Trump debería tratar de persuadir al Kremlin de la necesidad de negociaciones justas; de lo contrario, el terrorismo post-partición puede llegar a Rusia, posiblemente en una escala mayor de la que los chechenos jamás imaginaron.
Nina L. Khrushcheva, profesora de Asuntos Internacionales en The New School, es coautora (con Jeffrey Tayler), más recientemente, de In Putin's Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia's Eleven Time Zones (St. Martin's Press, 2019).
Trump lleva mucho tiempo afirmando que pondría fin a la guerra en Ucrania en las 24 horas siguientes a su asunción. Ha habido mucha especulación sobre el acuerdo que Trump tiene en mente, y todos los escenarios tienen algo en común: el desmembramiento de Ucrania. Si este tiene que ser el precio de la paz, vale la pena considerar la sombría historia de la partición territorial.
Pocos acontecimientos generan una enemistad tan duradera; menos aún han causado una violencia más devastadora. Las tres particiones de Polonia que tuvieron lugar a fines del siglo XVIII son tal vez el paralelo más cercano en Europa a la visión de Trump para Ucrania. A partir de 1772, la monarquía de los Habsburgo de Austria, el Reino de Prusia y el Imperio ruso se apoderaron de territorios y se los anexaron, dividiéndose en la práctica las tierras polacas y borrando de la faz de la Tierra lo que había sido el estado más grande de Europa en términos de superficie.
Ante semejante subyugación, la resistencia violenta es casi inevitable. Los polacos llevaron a cabo campañas periódicas de estilo guerrillero durante toda la ocupación, con importantes levantamientos en 1831 y 1863. La resistencia continuó hasta bien entrado el siglo XX, encabezada por las campañas de independencia de Josef Piłsudski –salpicadas de actos de terrorismo– antes de la Primera Guerra Mundial. La enemistad hacia Rusia, en particular, perdura hasta el día de hoy, y el Kremlin tiene que responder por la violencia de la era de Stalin contra el pueblo polaco.
En cuanto a Francia, durante décadas albergó odio hacia Alemania por la incorporación de Alsacia y Lorena al nuevo Imperio Alemán por parte del Káiser Guillermo I tras la guerra franco-prusiana de 1870-71. La reconciliación entre los dos países comenzó recién en la década de 1950, con el surgimiento de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (precursora de la actual Unión Europea) y la OTAN.
De manera similar, la decisión británica de dividir Irlanda, manteniendo la mayor parte de la provincia norteña del Ulster como parte del Reino Unido, incitó una guerra civil entre quienes estaban dispuestos a ceder Irlanda del Norte, encabezados por Michael Collins, y quienes rechazaban cualquier tratado que no otorgara a Irlanda la independencia completa. Esa salvaje guerra de paz duró apenas dos años, pero dejó un legado de terror –tanto católico como protestante– que sólo terminó con el Acuerdo de Viernes Santo, negociado por Estados Unidos, en 1998.
Pero quizá las particiones más brutales se produjeron en Asia en el siglo XX. En 1932, el Imperio del Japón separó Manchuria de la República de China y creó el estado títere de Manchukuo . El despiadado gobierno de 13 años del Ejército Kwantung japonés allí –que incluyó la esclavización de millones de personas, experimentos médicos perversos y matanzas generalizadas de minorías– se convirtió en una especie de modelo para los nazis en Europa del Este. El resentimiento chino por la salvaje ocupación del Japón imperial es tan profundo que, hasta el día de hoy, los líderes chinos lo invocan para avivar la oposición a las políticas del Japón democrático moderno.
Sin embargo, en términos de vidas perdidas directamente por una partición, nada puede compararse con la división del subcontinente indio en 1947, tras la salida de los británicos, en una India de mayoría hindú y un Pakistán de mayoría musulmana. La partición desencadenó una de las mayores migraciones de la historia (unos 18 millones de personas), en la que los musulmanes se dirigieron a Pakistán (incluido el actual Bangladesh) y los hindúes y sijs a la India. La violencia sectaria (que incluyó violaciones, incendios y asesinatos en masa) provocó la muerte de nada menos que 3,4 millones de personas.
En los 77 años transcurridos desde la partición del Imperio británico, India y Pakistán han librado cuatro guerras, la más reciente de las cuales –la llamada Guerra de Kargil de 1999– se produjo cuando ambos países ya poseían armas nucleares. No se vislumbra ningún acercamiento histórico, como el que se produjo con Francia y Alemania.
La partición de Vietnam en 1954 –en una zona norte, gobernada por el Viet Minh comunista, y una zona sur, gobernada por la República de Vietnam– resultó igualmente sangrienta, pues desencadenó dos décadas de guerra que dejaron hasta tres millones de vietnamitas muertos (lo que es notable es que los vietnamitas no parecen guardar rencor contra Estados Unidos, que perdió 58.000 soldados antes de retirarse en 1975, por su papel en su agonía nacional).
Y luego está la partición de Palestina en 1947-48 en un estado judío independiente y un estado árabe independiente. Esta decisión de las Naciones Unidas desencadenó décadas de hostilidad, opresión, terrorismo y guerras que continúan hasta el día de hoy. Basta con mirar las ruinas de Gaza para ver el horrible legado de la partición aquí.
¿Qué resultados podría traer consigo la partición de Ucrania? En la lucha por su integridad territorial desde febrero de 2022, los ucranianos han demostrado coraje y dinamismo, cualidades que sin duda pondrán en práctica en la reconstrucción de su país. Pero, dada la magnitud de las pérdidas humanas y económicas que han sufrido, les resultará difícil someterse en silencio a la idea de la partición. Será especialmente difícil si se tiene en cuenta que el presidente ruso, Vladimir Putin, no ha ocultado su convicción de que Ucrania no es sólo un “país vecino”, sino que “la Ucrania moderna fue creada íntegramente por Rusia” y, por lo tanto, debería existir sólo bajo el paraguas ruso.
En cualquier posible negociación de paz futura, los ucranianos saben que la mejor posibilidad de evitar una mayor interferencia rusa es mediante garantías internacionales de seguridad férreas (si no la adhesión inmediata a la OTAN). Trump parece detestar los actuales compromisos de seguridad de Estados Unidos, pero que Estados Unidos no ofrezca esas garantías puede resultar perjudicial también para Rusia.
Putin llegó al poder tras una guerra devastadora y una prolongada insurgencia en la república rusa de Chechenia, que incluyó ataques terroristas de separatistas chechenos en Moscú y otras ciudades rusas. Ya en 2022, los ucranianos prometieron una guerra de guerrillas contra Rusia. A falta de otras opciones, ese riesgo sólo aumentará. Trump debería tratar de persuadir al Kremlin de la necesidad de negociaciones justas; de lo contrario, el terrorismo post-partición puede llegar a Rusia, posiblemente en una escala mayor de la que los chechenos jamás imaginaron.