CAMBRIDGE – La mayoría de los estadounidenses cree que su país está en declive, y Donald Trump asegura que puede «hacer a Estados Unidos grande otra vez». Pero la premisa de la que parte Trump es un error; y el mayor peligro para el país está en los remedios que propone.
La idea de declive siempre ha preocupado a los estadounidenses. Poco después de la fundación de la colonia en la bahía de Massachusetts en el siglo XVII, ya algunos puritanos lamentaban la pérdida de pasadas virtudes. En el siglo XVIII, los padres fundadores estudiaban la historia de Roma para entender cómo lograr que la nueva república americana perdurara. En el siglo XIX, Charles Dickens observó que si se cree a los estadounidenses, su país «siempre está deprimido, siempre está estancado, y siempre está en una crisis alarmante; y nunca ha sido de otro modo». Una revista publicó en 1979 una portada sobre la decadencia nacional, en la que a la Estatua de la Libertad le corre una lágrima por la mejilla.
Pero aunque los estadounidenses siempre han sentido atracción por lo que denomino «resplandor del pasado», Estados Unidos nunca tuvo el poder que en su imaginación muchos le adjudican. Incluso con una provisión de recursos dominante, muchas veces no pudo conseguir lo que quería. Quienes piensan que el mundo de hoy es más complejo y tumultuoso que antes harían bien en recordar un año como 1956, en el que Estados Unidos no pudo evitar la represión soviética de la revuelta en Hungría, y en el que tres países aliados (el Reino Unido, Francia e Israel) invadieron Suez. Parafraseando al comediante Will Rogers, «la hegemonía ya no es lo que era, y nunca lo fue». Los períodos de «decadentismo» nos enseñan más sobre la psicología de la gente que sobre geopolítica.
Pero es evidente que la idea de declive toca un nervio sensible en la política estadounidense, lo que la convierte en buen material para posicionamientos ideológicos. A veces, el temor al declive genera políticas proteccionistas que resultan perjudiciales. Y a veces, los períodos de hibris generan excesos como la Guerra de Irak. No hay nada de bueno en subestimar el poder de los Estados Unidos ni tampoco en exagerarlo.
En cuestiones geopolíticas, es importante distinguir entre la decadencia absoluta y la relativa. En un sentido relativo, Estados Unidos está en declive desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Nunca más fue la mitad de la economía mundial ni volvió a tener el monopolio de las armas nucleares, desde que la Unión Soviética las obtuvo en 1949. La guerra había fortalecido la economía estadounidense y debilitado todas las demás. Pero al recuperarse el resto del mundo, el PIB estadounidense se redujo en 1970 a un tercio del PIB mundial (más o menos lo que era en vísperas de la Segunda Guerra Mundial).
El presidente Richard Nixon lo vio como una señal de declive y abandonó el patrón oro. Pero medio siglo después, el dólar sigue siendo la moneda principal, y el PIB de los Estados Unidos todavía constituye más o menos un cuarto del total. El «declive» de los Estados Unidos tampoco le impidió imponerse en la Guerra Fría.
Hoy muchos hablan del ascenso de China como prueba del declive estadounidense. Si nos guiamos solamente por la relación de poder entre ambos países, es cierto que ha habido un cambio favorable a China, que en términos relativos se puede describir como un declive de los Estados Unidos. Pero en términos absolutos, Estados Unidos todavía es más poderoso y es probable que siga siéndolo. China es un rival para tener en cuenta, pero tiene debilidades importantes. En un análisis del equilibrio general de poder, Estados Unidos tiene al menos seis ventajas a largo plazo.
Una es la geografía. Estados Unidos está rodeado por dos océanos y dos vecinos amistosos, mientras que China comparte fronteras con catorce países, con varios de los cuales tiene disputas territoriales, incluida la India. Una segunda ventaja es contar con una relativa independencia energética, mientras China depende de las importaciones.
En tercer lugar, Estados Unidos deriva poder de sus grandes instituciones financieras transnacionales y del papel internacional del dólar. Una moneda de reserva creíble necesita convertibilidad plena y una base de mercados de capitales profundos y Estado de Derecho; China carece de todo eso. En cuarto lugar, Estados Unidos tiene una ventaja demográfica relativa por ser el único país desarrollado importante que según los pronósticos actuales conservará su lugar (tercero) en la distribución mundial de población. En el transcurso de la próxima década, siete de las quince economías más grandes del mundo verán reducirse su fuerza laboral; pero se prevé que la de Estados Unidos siga creciendo; y la de China ya tocó techo en 2014.
En quinto lugar, Estados Unidos siempre ha estado a la vanguardia en tecnologías clave (biotecnología, nanotecnología e informática). China está invirtiendo grandes sumas en investigación y desarrollo (ya genera un buen número de patentes), pero incluso según sus propios indicadores, las universidades de investigación chinas todavía están detrás de las instituciones estadounidenses. Por último, las encuestas internacionales muestran que Estados Unidos supera a China en poder blando de atracción.
En síntesis, Estados Unidos está mejor situado en la competencia entre grandes potencias del siglo XXI. Pero si los estadounidenses sucumben a la histeria del ascenso de China (o se dejan estar, pensando que China ya tocó techo), puede que Estados Unidos juegue mal las cartas que tiene. Sería un grave error descartar cartas valiosas (como sus fuertes alianzas y su influencia en las instituciones internacionales). Eso debilitaría a Estados Unidos, en vez de hacerlo grande otra vez.
Los estadounidenses deberían tenerle más miedo al ascenso del nacionalismo populista en casa que al ascenso de China. Las políticas populistas, por ejemplo negarle apoyo a Ucrania o retirarse de la OTAN, pueden deteriorar el poder blando estadounidense. Si Trump gana la elección presidencial de noviembre, este podría ser el año de inflexión para el poder estadounidense, y tal vez la sensación de declive termine siendo acertada.
Incluso un país que mantiene el dominio de su poder externo puede perder sus virtudes internas y dejar de atraer a otros países. El imperio romano siguió existiendo mucho después de perder la forma republicana de gobierno. Como respondió Benjamin Franklin cuando le preguntaron qué forma de gobierno habían creado los padres fundadores para Estados Unidos: «Una república, si podéis mantenerla». En tanto aumente la polarización de la democracia estadounidense y su fragilidad, habrá allí una posible causa de declive para los Estados Unidos.
Joseph S. Nye, Jr., profesor emérito de la Harvard Kennedy School y ex subsecretario de Defensa de Estados Unidos, es el autor de Do Morals Matter? Presidentes y política exterior desde FDR hasta Trump (Oxford University Press, 2020) y Una vida en el siglo americano (Polity Press, 2024).
La idea de declive siempre ha preocupado a los estadounidenses. Poco después de la fundación de la colonia en la bahía de Massachusetts en el siglo XVII, ya algunos puritanos lamentaban la pérdida de pasadas virtudes. En el siglo XVIII, los padres fundadores estudiaban la historia de Roma para entender cómo lograr que la nueva república americana perdurara. En el siglo XIX, Charles Dickens observó que si se cree a los estadounidenses, su país «siempre está deprimido, siempre está estancado, y siempre está en una crisis alarmante; y nunca ha sido de otro modo». Una revista publicó en 1979 una portada sobre la decadencia nacional, en la que a la Estatua de la Libertad le corre una lágrima por la mejilla.
Pero aunque los estadounidenses siempre han sentido atracción por lo que denomino «resplandor del pasado», Estados Unidos nunca tuvo el poder que en su imaginación muchos le adjudican. Incluso con una provisión de recursos dominante, muchas veces no pudo conseguir lo que quería. Quienes piensan que el mundo de hoy es más complejo y tumultuoso que antes harían bien en recordar un año como 1956, en el que Estados Unidos no pudo evitar la represión soviética de la revuelta en Hungría, y en el que tres países aliados (el Reino Unido, Francia e Israel) invadieron Suez. Parafraseando al comediante Will Rogers, «la hegemonía ya no es lo que era, y nunca lo fue». Los períodos de «decadentismo» nos enseñan más sobre la psicología de la gente que sobre geopolítica.
Pero es evidente que la idea de declive toca un nervio sensible en la política estadounidense, lo que la convierte en buen material para posicionamientos ideológicos. A veces, el temor al declive genera políticas proteccionistas que resultan perjudiciales. Y a veces, los períodos de hibris generan excesos como la Guerra de Irak. No hay nada de bueno en subestimar el poder de los Estados Unidos ni tampoco en exagerarlo.
En cuestiones geopolíticas, es importante distinguir entre la decadencia absoluta y la relativa. En un sentido relativo, Estados Unidos está en declive desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Nunca más fue la mitad de la economía mundial ni volvió a tener el monopolio de las armas nucleares, desde que la Unión Soviética las obtuvo en 1949. La guerra había fortalecido la economía estadounidense y debilitado todas las demás. Pero al recuperarse el resto del mundo, el PIB estadounidense se redujo en 1970 a un tercio del PIB mundial (más o menos lo que era en vísperas de la Segunda Guerra Mundial).
El presidente Richard Nixon lo vio como una señal de declive y abandonó el patrón oro. Pero medio siglo después, el dólar sigue siendo la moneda principal, y el PIB de los Estados Unidos todavía constituye más o menos un cuarto del total. El «declive» de los Estados Unidos tampoco le impidió imponerse en la Guerra Fría.
Hoy muchos hablan del ascenso de China como prueba del declive estadounidense. Si nos guiamos solamente por la relación de poder entre ambos países, es cierto que ha habido un cambio favorable a China, que en términos relativos se puede describir como un declive de los Estados Unidos. Pero en términos absolutos, Estados Unidos todavía es más poderoso y es probable que siga siéndolo. China es un rival para tener en cuenta, pero tiene debilidades importantes. En un análisis del equilibrio general de poder, Estados Unidos tiene al menos seis ventajas a largo plazo.
Una es la geografía. Estados Unidos está rodeado por dos océanos y dos vecinos amistosos, mientras que China comparte fronteras con catorce países, con varios de los cuales tiene disputas territoriales, incluida la India. Una segunda ventaja es contar con una relativa independencia energética, mientras China depende de las importaciones.
En tercer lugar, Estados Unidos deriva poder de sus grandes instituciones financieras transnacionales y del papel internacional del dólar. Una moneda de reserva creíble necesita convertibilidad plena y una base de mercados de capitales profundos y Estado de Derecho; China carece de todo eso. En cuarto lugar, Estados Unidos tiene una ventaja demográfica relativa por ser el único país desarrollado importante que según los pronósticos actuales conservará su lugar (tercero) en la distribución mundial de población. En el transcurso de la próxima década, siete de las quince economías más grandes del mundo verán reducirse su fuerza laboral; pero se prevé que la de Estados Unidos siga creciendo; y la de China ya tocó techo en 2014.
En quinto lugar, Estados Unidos siempre ha estado a la vanguardia en tecnologías clave (biotecnología, nanotecnología e informática). China está invirtiendo grandes sumas en investigación y desarrollo (ya genera un buen número de patentes), pero incluso según sus propios indicadores, las universidades de investigación chinas todavía están detrás de las instituciones estadounidenses. Por último, las encuestas internacionales muestran que Estados Unidos supera a China en poder blando de atracción.
En síntesis, Estados Unidos está mejor situado en la competencia entre grandes potencias del siglo XXI. Pero si los estadounidenses sucumben a la histeria del ascenso de China (o se dejan estar, pensando que China ya tocó techo), puede que Estados Unidos juegue mal las cartas que tiene. Sería un grave error descartar cartas valiosas (como sus fuertes alianzas y su influencia en las instituciones internacionales). Eso debilitaría a Estados Unidos, en vez de hacerlo grande otra vez.
Los estadounidenses deberían tenerle más miedo al ascenso del nacionalismo populista en casa que al ascenso de China. Las políticas populistas, por ejemplo negarle apoyo a Ucrania o retirarse de la OTAN, pueden deteriorar el poder blando estadounidense. Si Trump gana la elección presidencial de noviembre, este podría ser el año de inflexión para el poder estadounidense, y tal vez la sensación de declive termine siendo acertada.
Incluso un país que mantiene el dominio de su poder externo puede perder sus virtudes internas y dejar de atraer a otros países. El imperio romano siguió existiendo mucho después de perder la forma republicana de gobierno. Como respondió Benjamin Franklin cuando le preguntaron qué forma de gobierno habían creado los padres fundadores para Estados Unidos: «Una república, si podéis mantenerla». En tanto aumente la polarización de la democracia estadounidense y su fragilidad, habrá allí una posible causa de declive para los Estados Unidos.
Traducción: Esteban Flamini
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/with-trump-american-decline-becomes-self-fulfilling-prophecy-by-joseph-s-nye-2024-02/spanish
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