BOSTON – Cualquier país, en desarrollo o industrializado, que quiera mejorar sus instituciones democráticas puede encontrar muchos buenos modelos con los que guiarse. Pero con sus fallidos intentos de aprobar una nueva constitución, Chile ofrece una lección de lo que hay que evitar.
A pesar de ser uno de los países más ricos de América Latina, Chile todavía padece el legado de la brutal dictadura del general Augusto Pinochet y de desigualdades históricas. Desde el plebiscito de 1988 que comenzó la transición desde el autoritarismo, el país ha hecho algunos avances en la creación de instituciones democráticas; además, la educación y una variedad de programas sociales han reducido la desigualdad de ingresos. Pero subsisten importantes problemas. Hay profundas disparidades no sólo en materia de ingreso, sino también de acceso a servicios públicos, recursos educativos de calidad y oportunidades laborales. Además, Chile todavía tiene la constitución que impuso Pinochet en 1980.
Parecería entonces natural recomenzar de cero, pero Chile equivocó el camino. Después de que en 2020 un referendo mostró un amplio apoyo a la redacción de una nueva constitución, se decidió convocar en 2021 a una elección para formar una convención constituyente. Pero sólo acudió a las urnas el 43% de los votantes, y muchos de los candidatos pertenecían a círculos de extrema izquierda con un fuerte compromiso ideológico con redactar una constitución que impusiera restricciones a las empresas y creara una miríada de nuevos derechos para diferentes comunidades. Cuando el documento resultante se sometió a votación, el 62% de los chilenos lo rechazó.
Un segundo intento repitió los mismos errores, sólo que desde la otra dirección. Una convención con mayoría de delegados de derecha, envalentonados por la reacción del electorado a la primera versión, redactó una constitución que también resultó en rechazo por considerársela excesiva. Esta experiencia debería sonar conocida, ya que Chile no es el único país donde un órgano radicalizado haya impulsado medidas a las que se opone una mayoría de los votantes. Episodios similares se están dando en todo el mundo (un buen ejemplo es Estados Unidos) y el resultado es un debilitamiento de la confianza en las instituciones.
¿Se puede reconstruir el apoyo a la democracia? Un trabajo reciente que publiqué con Nicolás Ajzenman, Cevat Aksoy, Martin Fiszbein y Carlos Molina tal vez ofrezca algunas pistas. Hemos hallado que la gente que ha experimentado las instituciones democráticas tiende a apoyarlas, pero sólo en la medida en que satisfagan sus expectativas en materia de desempeño económico, servicios públicos y otros resultados.
Lo que la gente al parecer espera de la democracia nos dice mucho. El apoyo a la democracia mengua durante crisis económicas, guerras y otros períodos de inestabilidad, y mejora cuando la población disfruta de buenos servicios públicos, poca desigualdad y corrupción nula o limitada. Las enseñanzas parecen claras. Para construir mejores democracias, tenemos que empezar con la capacidad de las instituciones democráticas para darle a la gente lo que la gente quiere.
En momentos en que la desigualdad está en aumento en muchos países y crece el poder de las multinacionales, es razonable esperar que las democracias ofrezcan más redistribución y una mejor protección de los sectores desfavorecidos. Pero la derecha y la izquierda no lo harán del mismo modo.
En el caso de Chile, la agenda intransigente antiempresa de la izquierda no parece adecuada. Una alternativa mejor es el modelo del que fueron precursores los partidos socialdemócratas escandinavos, que llegaron al poder tras el derrumbe bursátil de 1929 y la Gran Depresión, cuando había una necesidad palpable de grandes cambios institucionales y políticas que recuperaran el buen funcionamiento de la economía y limitaran la desigualdad.
Respecto del origen de la socialdemocracia nórdica hay muchos malentendidos. Algunos comentaristas parecen creer que en los países escandinavos siempre hubo una predisposición hacia la igualdad y la cooperación, y otros los ven como modelos «socialistas democráticos» ejemplares. Pero ninguna de estas imágenes parece correcta. Suecia y Noruega eran países muy desiguales a principios del siglo XX. En Noruega, el coeficiente Gini de ingreso antes de impuestos (una medida de desigualdad cuya escala va de cero a uno) en 1930 era 0,57, lo cual implica que había más desigualdad que en cualquier país latinoamericano en la actualidad.
Además, en ambos países eran frecuentes los conflictos laborales. Los partidos laboristas que con el tiempo se convirtieron en socialdemócratas tenían sus raíces en el marxismo. Pero cuando llegaron al poder, habían empezado a abandonar el compromiso con la revolución y la rigidez ideológica; en vez de eso, promovían una plataforma amplia en la que prometían gestión macroeconómica razonable y una reforma igualitaria del mercado laboral y de la educación.
El Partido Laborista noruego dio la espalda a una agenda marxista intransigente tras los pobres resultados que obtuvo en la elección de 1930. Igual que sus homólogos daneses y suecos de aquel tiempo, redirigió su atención hacia cuestiones más prácticas y la implementación de políticas deseadas por la gente. También prometió una gran reforma educativa que mejorara la calidad de la enseñanza en las áreas rurales que estaban quedando rezagadas. Tras su regreso al poder en 1935, el partido se apresuró a poner en práctica al año siguiente una «ley de escuelas populares».
En un trabajo reciente con Tuomas Pekkarinen, Kjell Salvanes y Matti Sarvimäki, mostramos que la reforma escolar noruega no sólo mejoró la calidad de la enseñanza rural, sino que también tuvo un profundo efecto en la política del país, ya que muchos de los beneficiados por la reforma (comenzando por los padres) se hicieron seguidores del Partido Laborista, lo que ayudó a crear la coalición que sostendría el ahora famoso modelo noruego de socialdemocracia. En pocas palabras: el partido proveyó los servicios que querían los votantes, y los votantes lo recompensaron con apoyo electoral.
El caso sueco es a grandes rasgos similar. Tras su primera victoria electoral en 1932, el Partido Socialdemócrata de Suecia cumplió su promesa de mejores salarios, relaciones laborales pacíficas y un entorno macroeconómico estable; y recibió su recompensa en las urnas por varias décadas.
Hay aquí enseñanzas para quienes quieran fortalecer la democracia y crear nuevas instituciones para combatir la desigualdad y proteger a los desfavorecidos. El primer paso debe ser mostrar que la democracia funciona, creando una agenda reformista que sea exitosa en la provisión de servicios a la población. Los intentos de imponer a los votantes políticas extremistas (de izquierda o derecha) están condenados al fracaso, y pueden reducir todavía más la confianza en las instituciones democráticas.
Daron Acemoglu, premio Nobel de Economía 2024 y profesor de Economía del Instituto MIT, es coautor (con James A. Robinson) de Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity and Poverty (Profile, 2019) y coautor (con Simon Johnson) de Power and Progress: Our Thousand-Year Struggle Over Technology and Prosperity (PublicAffairs, 2023).
En momentos en que la desigualdad está en aumento en muchos países y crece el poder de las multinacionales, es razonable esperar que las democracias ofrezcan más redistribución y una mejor protección de los sectores desfavorecidos. Pero la derecha y la izquierda no lo harán del mismo modo.
En el caso de Chile, la agenda intransigente antiempresa de la izquierda no parece adecuada. Una alternativa mejor es el modelo del que fueron precursores los partidos socialdemócratas escandinavos, que llegaron al poder tras el derrumbe bursátil de 1929 y la Gran Depresión, cuando había una necesidad palpable de grandes cambios institucionales y políticas que recuperaran el buen funcionamiento de la economía y limitaran la desigualdad.
Respecto del origen de la socialdemocracia nórdica hay muchos malentendidos. Algunos comentaristas parecen creer que en los países escandinavos siempre hubo una predisposición hacia la igualdad y la cooperación, y otros los ven como modelos «socialistas democráticos» ejemplares. Pero ninguna de estas imágenes parece correcta. Suecia y Noruega eran países muy desiguales a principios del siglo XX. En Noruega, el coeficiente Gini de ingreso antes de impuestos (una medida de desigualdad cuya escala va de cero a uno) en 1930 era 0,57, lo cual implica que había más desigualdad que en cualquier país latinoamericano en la actualidad.
Además, en ambos países eran frecuentes los conflictos laborales. Los partidos laboristas que con el tiempo se convirtieron en socialdemócratas tenían sus raíces en el marxismo. Pero cuando llegaron al poder, habían empezado a abandonar el compromiso con la revolución y la rigidez ideológica; en vez de eso, promovían una plataforma amplia en la que prometían gestión macroeconómica razonable y una reforma igualitaria del mercado laboral y de la educación.
El Partido Laborista noruego dio la espalda a una agenda marxista intransigente tras los pobres resultados que obtuvo en la elección de 1930. Igual que sus homólogos daneses y suecos de aquel tiempo, redirigió su atención hacia cuestiones más prácticas y la implementación de políticas deseadas por la gente. También prometió una gran reforma educativa que mejorara la calidad de la enseñanza en las áreas rurales que estaban quedando rezagadas. Tras su regreso al poder en 1935, el partido se apresuró a poner en práctica al año siguiente una «ley de escuelas populares».
En un trabajo reciente con Tuomas Pekkarinen, Kjell Salvanes y Matti Sarvimäki, mostramos que la reforma escolar noruega no sólo mejoró la calidad de la enseñanza rural, sino que también tuvo un profundo efecto en la política del país, ya que muchos de los beneficiados por la reforma (comenzando por los padres) se hicieron seguidores del Partido Laborista, lo que ayudó a crear la coalición que sostendría el ahora famoso modelo noruego de socialdemocracia. En pocas palabras: el partido proveyó los servicios que querían los votantes, y los votantes lo recompensaron con apoyo electoral.
El caso sueco es a grandes rasgos similar. Tras su primera victoria electoral en 1932, el Partido Socialdemócrata de Suecia cumplió su promesa de mejores salarios, relaciones laborales pacíficas y un entorno macroeconómico estable; y recibió su recompensa en las urnas por varias décadas.
Hay aquí enseñanzas para quienes quieran fortalecer la democracia y crear nuevas instituciones para combatir la desigualdad y proteger a los desfavorecidos. El primer paso debe ser mostrar que la democracia funciona, creando una agenda reformista que sea exitosa en la provisión de servicios a la población. Los intentos de imponer a los votantes políticas extremistas (de izquierda o derecha) están condenados al fracaso, y pueden reducir todavía más la confianza en las instituciones democráticas.
Traducción: Esteban Flamini