MADRID – Lo menos que cabe calificar el año que termina es de intenso, por guardar . Lo cierto es que el mundo ha tenido que soportar tanta guerra, disrupción, tensión e incertidumbre que cabe cuestionar la supervivencia del orden mundial basado en reglas que ha guiado las relaciones internacionales desde la Segunda Guerra Mundial.
El orden internacional de la posguerra no es perfecto; acarrea la disonancia de seguir estando dominado por sus líderes y arquitectos: Europa y especialmente Estados Unidos. Pero no hay que subestimar el valor de un sistema global que se basa en los valores liberales (en particular, el Estado de Derecho) y los perpetúa. Sistema en riesgo por el ataque y menoscabo a los valores sobre los que se construyó.
Según Naciones Unidas, el Estado de Derecho exige que «todas las personas, instituciones y entidades (…) incluido el propio Estado», estén sometidas a leyes «que se promulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia», y que son «compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos». Pero hoy existen tres grandes fuerzas que oponen obstáculos crecientes al cumplimiento de estos criterios.
La primera es el ascenso del autoritarismo. En 2020, el índice de Libertad en el Mundo que publica Freedom House registró un retroceso en la puntuación de 73 países, y sólo 28 mejoraron. Pero no es una anomalía: cada año desde 2005, los países que descendieron en el índice siempre han sido más que los que subieron. Y esta erosión es evidente en todo el mundo, de África a América Latina y al sudeste de Asia.
Ni siquiera la Unión Europea está a salvo. Basta pensar en el régimen del primer ministro húngaro Viktor Orbán. Tras asumir su segundo mandato en 2010, Orbán procedió a debilitar el poder judicial (por ejemplo, limitando la jurisdicción del tribunal constitucional y politizando la elección de jueces) y cambiar el trazado de los distritos legislativos para asegurar el dominio de su partido, Fidesz.
Orbán nunca ocultó sus intenciones: en 2014 proclamó que estaba creando un «estado iliberal» en Europa. Cuatro años después, en 2018, el Parlamento Europeo activó contra Hungría el artículo 7 del Tratado de la UE (que puede concluir en la limitación de derechos del Estado miembro concernido) señalando un posible riesgo de violación de los valores fundacionales de la UE. Aunque después Hungría encaró reformas judiciales correctivas para liberar el ingreso de fondos de la UE, todavía le falta mucho para revertir su camino hacia el iliberalismo.
Pero Orbán no está solo. En Polonia, el partido de derecha Ley y Justicia también introdujo tras su asunción en 2015 amplias reformas tendientes a debilitar el poder de la rama judicial, restando independencia al Tribunal Constitucional (el mismo que luego dictaminó la primacía de la legislación polaca por sobre el derecho comunitario). Esto motivó que la Comisión Europea iniciara en 2017 el procedimiento del artículo 7 contra Polonia, advirtiendo la presencia de un «riesgo claro de violación grave del Estado de Derecho».
La buena noticia es que hace poco, los votantes polacos sacaron a Ley y Justicia del poder. La mala noticia es que la popularidad de Orbán en Hungría se mantiene.
Y ahora también España coquetea con el «iliberalismo». El mes pasado, el presidente del gobierno Pedro Sánchez llegó a un acuerdo con el partido independentista catalán (Junts) por el que se otorgará amnistía a separatistas catalanes (una propuesta que antes había tildado de inconstitucional) a cambio de apoyo político para mantenerse en el poder. Como parte del acuerdo, se crearán comisiones de investigación parlamentarias encargadas de supervisar la aplicación que hagan los tribunales de la ley de amnistía. Aunque el objetivo declarado es proteger contra el denominado «lawfare», esto supone una clara violación de la separación de poderes.
La segunda gran fuerza que atenta contra el Estado de Derecho en todo el mundo es la teocracia. La mayoría de los 49 países de mayoría musulmana han incorporado a sus marcos legales referencias a la sharía (un corpus de derecho religioso basado en las escrituras islámicas), y muchos prohíben la aprobación de leyes que sean incompatibles con aquella.
Pero la sharía contradice algunos de los derechos básicos consagrados en el actual cuadro multilateral de inspiración liberal, desde la libertad religiosa hasta la no discriminación por razón de orientación sexual. Y sobre todo, no considera a todas las personas iguales ante la ley, ya que da a las mujeres un trato distinto al de los hombres, y lo mismo entre creyentes y no creyentes.
La aplicación independiente de las leyes es intrínsecamente incompatible con un sistema en el que no hay separación entre el poder judicial y las autoridades políticas y religiosas. Y la idea de la sharía como revelación divina implica su inamovilidad frente a la evolución de los estándares éticos, por ejemplo en relación con los derechos humanos. En vista de todo lo cual, los países que incorporan la sharía a sus marcos jurídicos nacionales están necesariamente limitados en su capacidad de adherir al Estado de Derecho y aplicarlo.
El tercer factor contrario al Estado de Derecho es claramente occidental: la polarización. El derecho constitucional a la libre expresión sufre crecientes presiones como consecuencia de que a algunas cuestiones candentes (por ejemplo el cambio climático y la inmigración) se les ha conferido un tono de moralización maniquea que hace imposible un debate significativo.
De los principios centrales que han sostenido el orden internacional durante los últimos 75 años, el Estado de Derecho es uno de los más importantes. Sin él no puede haber democracia, derechos humanos ni cooperación internacional. Si permitimos que se siga deteriorando (no sólo en las democracias más jóvenes y débiles sino también en países con tradiciones liberales arraigadas), el declive del orden internacional de la posguerra se profundizará.
Ana Palacio, ex ministra de Asuntos Exteriores de España y ex vicepresidenta senior y consejera general del Grupo del Banco Mundial, es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
Pero Orbán no está solo. En Polonia, el partido de derecha Ley y Justicia también introdujo tras su asunción en 2015 amplias reformas tendientes a debilitar el poder de la rama judicial, restando independencia al Tribunal Constitucional (el mismo que luego dictaminó la primacía de la legislación polaca por sobre el derecho comunitario). Esto motivó que la Comisión Europea iniciara en 2017 el procedimiento del artículo 7 contra Polonia, advirtiendo la presencia de un «riesgo claro de violación grave del Estado de Derecho».
La buena noticia es que hace poco, los votantes polacos sacaron a Ley y Justicia del poder. La mala noticia es que la popularidad de Orbán en Hungría se mantiene.
Y ahora también España coquetea con el «iliberalismo». El mes pasado, el presidente del gobierno Pedro Sánchez llegó a un acuerdo con el partido independentista catalán (Junts) por el que se otorgará amnistía a separatistas catalanes (una propuesta que antes había tildado de inconstitucional) a cambio de apoyo político para mantenerse en el poder. Como parte del acuerdo, se crearán comisiones de investigación parlamentarias encargadas de supervisar la aplicación que hagan los tribunales de la ley de amnistía. Aunque el objetivo declarado es proteger contra el denominado «lawfare», esto supone una clara violación de la separación de poderes.
La segunda gran fuerza que atenta contra el Estado de Derecho en todo el mundo es la teocracia. La mayoría de los 49 países de mayoría musulmana han incorporado a sus marcos legales referencias a la sharía (un corpus de derecho religioso basado en las escrituras islámicas), y muchos prohíben la aprobación de leyes que sean incompatibles con aquella.
Pero la sharía contradice algunos de los derechos básicos consagrados en el actual cuadro multilateral de inspiración liberal, desde la libertad religiosa hasta la no discriminación por razón de orientación sexual. Y sobre todo, no considera a todas las personas iguales ante la ley, ya que da a las mujeres un trato distinto al de los hombres, y lo mismo entre creyentes y no creyentes.
La aplicación independiente de las leyes es intrínsecamente incompatible con un sistema en el que no hay separación entre el poder judicial y las autoridades políticas y religiosas. Y la idea de la sharía como revelación divina implica su inamovilidad frente a la evolución de los estándares éticos, por ejemplo en relación con los derechos humanos. En vista de todo lo cual, los países que incorporan la sharía a sus marcos jurídicos nacionales están necesariamente limitados en su capacidad de adherir al Estado de Derecho y aplicarlo.
El tercer factor contrario al Estado de Derecho es claramente occidental: la polarización. El derecho constitucional a la libre expresión sufre crecientes presiones como consecuencia de que a algunas cuestiones candentes (por ejemplo el cambio climático y la inmigración) se les ha conferido un tono de moralización maniquea que hace imposible un debate significativo.
De los principios centrales que han sostenido el orden internacional durante los últimos 75 años, el Estado de Derecho es uno de los más importantes. Sin él no puede haber democracia, derechos humanos ni cooperación internacional. Si permitimos que se siga deteriorando (no sólo en las democracias más jóvenes y débiles sino también en países con tradiciones liberales arraigadas), el declive del orden internacional de la posguerra se profundizará.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/authoritarianism-theocracy-and-polarization-undermine-the-rule-of-law-by-ana-palacio-2023-12/spanish