ATENAS – Las sociedades modernas llevan más de un siglo lidiando con el poder exorbitante del mercado. Pero, ¿tiene el poder que ejercen sobre nosotros las grandes tecnológicas algo de nuevo? ¿Son Google, Amazon o Meta intrínsecamente diferentes de Standard Oil en los años veinte, IBM en los setenta o Walmart más cerca en el tiempo?
Si no lo son, entonces tendría que ser posible regular a las megatecnológicas con herramientas legislativas que se remontan a la Ley de Defensa de la Competencia (Ley Sherman) aprobada en 1890 en los Estados Unidos. Es lo que con gran valentía está tratando de hacer Lina Khan, presidenta de la Comisión Federal de Comercio de los Estados Unidos.
Pero lamentablemente no funcionará. Las grandes empresas tecnológicas son tan diferentes que no admiten una regulación como la aplicada a los trusts, carteles o conglomerados que hemos conocido hasta ahora.
La descripción que hizo Adam Smith del capitalismo como un mercado de pueblo en el que carnicerías, panaderías y cervecerías familiares promueven el interés público a través de una competencia abierta y con bases morales no se parece en nada a las economías modernas. Casi todas las industrias (desde la ferroviaria, la de la energía y las telecomunicaciones hasta los fabricantes de jabón en polvo, automóviles y productos farmacéuticos) son en la práctica carteles formados por conglomerados gigantescos, cuyo poder sólo disminuye en aquellas contadas ocasiones en que los políticos se deciden a promulgar y hacer cumplir leyes antimonopólicas (incluso a veces para disolverlos).
¿Por qué no se puede hacer lo mismo con las grandes tecnológicas? ¿Cuál es la particularidad que las hace únicas?
En un principio, la regulación antimonopolio se diseñó para evitar que las grandes empresas procuraran subir artificialmente los precios restringiendo la oferta hasta que aquellos alcanzaran el nivel de maximización de ganancias monopólicas, en detrimento de los consumidores y de los trabajadores (que ven reducido el nivel de empleo a la par de la menor producción). Es obvio que esto no se aplica a los servicios de las grandes tecnológicas, que son gratuitos y libres de restricciones a la oferta.
Cuando el presidente estadounidense Theodore Roosevelt impulsó la disolución de la Standard Oil, fue una medida sencilla desde el punto de vista técnico, aunque valiente desde lo político. Pero, ¿cómo disolver Amazon, Facebook, Paypal o, para el caso, Airbnb, Tesla o Starlink? Aquel gobierno que lo intente se enfrentará a la furia de los usuarios, para quienes el carácter universal de estas plataformas es la razón para usarlas.
La gratuidad del servicio implica que el cliente no es el usuario, sino las empresas que usan los algoritmos de las megatecnológicas para llegar al usuario del servicio. Amazon y Facebook cobran cifras exorbitantes por el privilegio de vender en sus plataformas (lo que implica extraer de la nube una forma de renta), y los reguladores se enfrentan entonces a un dilema político insoluble: tienen que ir contra la corriente de la opinión pública (los millones de usuarios reclutados por las grandes tecnológicas para su causa) para proteger a los capitalistas contra estos señores tecnofeudales, o cloudalistas, como los llamo en mi reciente libro Technofeudalism: What Killed Capitalism. Menuda tarea se les pide. Además, la razón principal del poder excepcional de las grandes tecnológicas está en otra parte.
No hay que confundir a las megatecnológicas (Big Tech) con la tecnología de avanzada en general (High Tech). Aunque fabricantes de robots industriales como ABB, Kuka, Kawasaki y Yaskawa producen milagros tecnológicos deslumbrantes, no tienen el poder que las grandes tecnológicas ejercen sobre nosotros. En los años sesenta y setenta, IBM tenía un poder monopólico sobre los sectores público y privado, a los que les proveía equipos informáticos de vanguardia (para aquella época). Por su parte, AT&T tenía un monopolio virtual de los servicios de telefonía (hasta su disolución en 1984). Pero ni IBM ni AT&T tuvieron nada parecido al control que tienen las grandes tecnológicas sobre nosotros.
Una de las razones es que las plataformas basadas en Internet (como WhatsApp y TikTok) disfrutan de enormes efectos de red: con cada nuevo usuario que atraen, los servicios que ofrecen se vuelven más valiosos para los usuarios que ya estaban. En el caso de AT&T, el efecto de red dependía de que las llamadas a clientes de otras empresas fueran más costosas; para eliminar esa ventaja por la vía de la regulación era suficiente prohibir la práctica de cobrar ese precio diferencial.
Pero, ¿cómo anular el efecto de red en X o Facebook por la vía regulatoria? Para lograr la interoperabilidad sería necesario que cada usuario pudiera llevarse fácilmente todas sus publicaciones, fotos, videos, amigos y seguidores desde X o Facebook a otra plataforma (digamos, Mastodon), lo cual supone una proeza técnica casi imposible, a diferencia de algo tan sencillo como hacer que los clientes de AT&T puedan llamar a los de Verizon sin costos adicionales.
Además, la principal fuente del poder de las megatecnológicas no está en que sea difícil imponerles interoperabilidad. El monopolio de IBM sobre los medios de computación a principios de los setenta no era muy distinto del que tuvo Standard Oil sobre la energía o del cuasimonopolio del transporte privado en Detroit.
Lo que diferenció a las megatecnológicas respecto de IBM es la aparición de una enorme singularidad. No es que sus máquinas se volvieran conscientes al estilo de Terminator. Lo que hicieron fue más interesante: con la ayuda de ingeniosos algoritmos, se transformaron de ser medios producidos de computación a medios producidos de modificación del comportamiento.
En nuestra calidad de consumidores, el capital que tienen en la nube las grandes tecnológicas (por ejemplo Alexa, Siri, Google Assistant) nos entrena para que le enseñemos a ofrecer buenas recomendaciones de compra. En cuanto el capital en la nube se ganó nuestra confianza, nos vende directamente los productos que nos elige, eludiendo cualquier mercado.
Los propietarios del capital en la nube (cloudalistas), cobran a sus vasallos (los vendedores) una renta de la nube; y nosotros, los usuarios, trabajamos gratis para recrear ese capital, con cada scroll, con cada like, con cada publicación que compartimos y cada producto que reseñamos. En cuanto a los proletarios que trabajan en fábricas y almacenes, también están enganchados al mismo capital en nube, con dispositivos de mano o de muñeca que los impulsan cual robots a trabajar más rápido bajo la atenta mirada del algoritmo.
En el tecnofeudalismo, poco pueden hacer por nosotros los reguladores, porque hemos perdido la plena propiedad de nuestras mentes. Cada proletario se está convirtiendo en empleado a sueldo de la nube (cloud‑prole) durante las horas de trabajo y en siervo de la nube n(cloud‑serf) el resto del tiempo. Cada trabajador autónomo que lucha por mantenerse se vuelve a la vez vasallo y siervo de la nube. Allí donde el capital privado se apropia de todos los activos físicos que nos rodean, el negocio del capital en la nube es apropiarse de nuestros activos mentales.
Entonces, ¿qué debemos hacer? Para ser dueños de nuestras mentes en forma individual, tenemos que ser dueños del capital en la nube en forma colectiva. Es la única manera de convertirlo de medio producido de modificación del comportamiento a medio producido de colaboración y emancipación humanas. Puede parecer una utopía. Pero es menos utópico que cifrar nuestras esperanzas en que los gobiernos puedan regular a las grandes tecnológicas.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/big-tech-regulation-less-realistic-than-collective-ownership-by-yanis-varoufakis-2023-10/spanish
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