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PRINCETON/HONG KONG – El mes pasado, los organismos reguladores de California permitieron a dos empresas que operan coches autónomos aceptar clientes de pago en San Francisco. La primera semana no fue bien. Uno de los coches se metió en una zona de obras recién hormigonada, con conos de tráfico y trabajadores con banderas. El coche se quedó atascado en el hormigón húmedo, y la empresa tendrá que pagar para repavimentar la carretera.
En un incidente más grave, un pasajero de un coche sin conductor resultó herido en una colisión con un camión de bomberos. Como consecuencia, el operador acordó reducir a la mitad el número de vehículos sin conductor que operaba en San Francisco.
La decisión de permitir los coches autónomos puede marcar el comienzo de una nueva era del transporte, o puede resultar un falso amanecer. En cualquier caso, los problemas que rodean a los coches autónomos ilustran muchas de las cuestiones éticas que plantea el impacto de la inteligencia artificial en la vida cotidiana.
Un mundo en el que la mayoría de los vehículos fueran totalmente autónomos tendría muchas ventajas. La mayoría de los coches privados pasan mucho tiempo parados. Si todo el mundo pudiera llamar a un vehículo autónomo siempre que lo necesitara, no habría necesidad de tener coche propio, con el consiguiente ahorro de recursos. Además, al mantener el tráfico más fluido, el uso generalizado de coches sin conductor también podría ahorrar combustible y tiempo.
Pero la razón más importante para eliminar a los conductores humanos es que también podría eliminar los errores humanos que causan tantos accidentes de tráfico, lesiones y muertes. (La Administración Nacional de Seguridad del Tráfico en Carretera de EE.UU. cifra en 42.795 el número de muertos en las carreteras estadounidenses el año pasado).
Elon Musk ha dicho que desarrollar vehículos totalmente autónomos es una obligación moral porque puede propiciar un “futuro prácticamente sin accidentes”. Pero ese futuro aún está lejos: hasta la fecha, los Teslas que fabrica la empresa de Musk se han visto implicados en más de 700 accidentes, con 17 víctimas mortales, cuando funcionan con Autopilot, su modo de asistencia al conductor.
Las dos empresas que operan coches sin conductor en San Francisco afirman que sus coches están implicados en menos colisiones, y especialmente en menos colisiones con heridos, que los conductores humanos en un entorno de conducción comparable. Pero la validez de tales afirmaciones es discutida, debido a las dudas sobre los entornos de conducción que se comparan.
Aun así, incluso si la última generación de vehículos sin conductor es menos segura que la media de los conductores humanos, podría argumentarse que sacarlos ahora a las calles de las ciudades está justificado porque hacerlo salvará muchas más vidas a largo plazo. Una vez que los vehículos autónomos estén perfeccionados, podríamos incluso restringir la velocidad de los conductores humanos a velocidades más bajas, o prohibirlos por completo, porque el riesgo que suponen para otros usuarios de la carretera, en relación con la opción más segura que ofrecen los coches sin conductor, resulta inaceptable.
No es de extrañar que la oposición a los “robotaxis” proceda de los taxistas, una respuesta ya conocida en otros ámbitos en los que la IA amenaza con dejar a la gente sin trabajo. Sus defensores afirman que, al aumentar la productividad, la IA nos permitirá lograr un mejor equilibrio entre la vida laboral y personal. Pero “nosotros” no incluiremos a nadie que pierda su trabajo a causa de la IA, a menos que se le forme para otro trabajo y a menos que se exija a las empresas que paguen a sus empleados un salario digno por una semana laboral más corta. ¿Habrá voluntad política para hacerlo?
Si miramos más hacia el futuro, ¿qué ocurriría si la inteligencia artificial tuviera tanto éxito que pocos humanos tuvieran trabajo? ¿Seremos capaces de desarrollar nuevas finalidades que sustituyan al trabajo para dar sentido y satisfacción a nuestras vidas?
Es probable que la programación de la IA sea otro ámbito de regulación. Volviendo al ejemplo de los vehículos sin conductor, los consumidores en un mercado no regulado buscarán coches que minimicen el riesgo para ellos mismos o para sus pasajeros, aunque eso aumente significativamente el riesgo para los peatones. Sin embargo, si todos los coches estuvieran programados de esta manera, el número de personas muertas o heridas por los coches sería mayor que si los coches estuvieran programados para seguir estrategias de minimización del riesgo que fueran imparciales entre los que están dentro del coche y los que están fuera de él. Sólo una regulación que exija esa imparcialidad puede evitar un resultado parecido a la conocida “tragedia de los comunes”.
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