MUNICH – Detrás del desorden mundial actual hay dos relatos relacionados sobre las fortalezas y debilidades relativas de los países en la competición por el poder mundial. Una se refiere a la ascensión y caída a largo plazo de naciones y civilizaciones, y la otra a coyunturas a mucho más corto plazo.
Desde el punto de vista occidental, la primera narrativa considera a China una amenaza debido a su extraordinaria fuerza, mientras que la segunda la presenta como una amenaza a causa de su debilidad inherente. Al mismo tiempo, los dirigentes chinos ven a Estados Unidos como una amenaza porque es estructuralmente débil y está dominada por una élite política gerontocrática, pero también porque sigue siendo extraordinariamente poderosa y está decidida a eliminar a cualquier rival a corto plazo. Como dijo recientemente el Ministro de Comercio chino, Wang Wentao, en nombre del Presidente Xi Jinping, “algún país, obsesionado por mantener su hegemonía, se ha desvivido por paralizar a los mercados emergentes y a los países en desarrollo.”
La primera visión del futuro se basa en la sencilla -y por tanto aparentemente convincente- lente analítica de la geopolítica. Los geopolíticos se dedican a esbozar escenarios a largo plazo de ascenso y caída. Sus líneas argumentales son siempre claras: un país domina el mundo durante un siglo más o menos antes de sufrir un retroceso a medida que se agota y desacredita.
Un ejemplo brillante de este enfoque es el famoso libro del historiador Paul Kennedy de 1987, The Rise and Fall of the Great Powers, que sigue marcando las pautas del debate hasta nuestros días. Según relata, España fue la potencia hegemónica desde mediados del siglo XV hasta mediados del siglo XVI, seguida de Francia en el siglo XVIII, Gran Bretaña en el siglo XIX y Estados Unidos después de 1945. La implicación, según este marco a largo plazo, es que ahora es el turno de China.
A menudo, la transición de una gran potencia o superpotencia a la siguiente produce tensiones y guerras, ya que la antigua potencia en declive intentará resistirse y frustrar el ascenso del aspirante. Pero esto tiende a crear una profecía autocumplida: en cada uno de los casos históricos estudiados por Kennedy, la desaparición de la gran potencia se vio acelerada por un conflicto militar.
En el contexto actual, la “disociación” de la relación sino-estadounidense se deriva de temores casi simétricos por ambas partes. Los estadounidenses acusan a China de subvertir sistemáticamente el orden internacional basado en normas liderado por Estados Unidos, robar tecnología y propiedad intelectual, cruzar líneas rojas con globos espía, piratear agencias gubernamentales y desplegar desinformación para erosionar la confianza en el sistema político estadounidense.
Del mismo modo, el gobierno de China, temeroso de lo que Estados Unidos pueda aprender de su propia vigilancia y recopilación de información, acaba de restringir los datos económicos que publica e introdujo nuevas leyes contra el espionaje. Una parte significativa de la población china -y de los dirigentes del país- está convencida de que Estados Unidos se ha comprometido a bloquear el ascenso natural de China, que, en su opinión, devolverá a China al estatus que tenía antes de su “siglo de humillación”, cuando fue subyugada, robada y empobrecida por las potencias occidentales y Japón.
A veces, estas perspectivas a largo plazo chocan con consideraciones a corto plazo. En los últimos meses, por ejemplo, políticos y periodistas de todo Occidente han extrapolado los cambios a corto plazo en el crecimiento de la renta nacional para ofrecer grandes predicciones sobre quién está ganando y perdiendo el nuevo gran juego. A principios de la década de 2000, cuando la economía alemana iba mal, los comentaristas se apoderaron de la idea de que era el “enfermo de Europa”. Luego protagonizó una extraordinaria remontada, convirtiéndose en uno de los principales beneficiarios del comercio en una nueva era de globalización. Pero con el debilitamiento de sus resultados económicos relativos, vuelve a ser declarado el “enfermo de Europa”.
Los comentaristas también se centran hoy en los problemas económicos de China, especialmente su elevada tasa de desempleo juvenil y el hundimiento del mercado inmobiliario, que contrastan con el nuevo auge de la inversión y la fabricación en Estados Unidos, tras la aprobación de importantes leyes como la Ley de Reducción de la Inflación. Quienes adopten esta perspectiva a corto plazo concluirán naturalmente que China se está debilitando y que Estados Unidos sigue siendo el líder. Lejos de decaer, se está beneficiando de la globalización, mientras que las principales economías orientadas a la exportación (como China y Alemania) están sufriendo.
Tal optimismo -algunos dirían arrogancia- alimenta los temores de China a ser subvertida, porque evoca fuertes paralelismos históricos. Los hegemones pueden y suelen responder con saña a quienes perciben como desafiantes: Gran Bretaña destruyó China a principios del siglo XIX liberando opio en su territorio, y Estados Unidos se deshizo del desafío japonés a finales del siglo XX.
Es fácil olvidar que en los años ochenta y principios de los noventa, la preocupación de Estados Unidos por la competencia industrial desleal de Japón era tan pronunciada que conocidos comentaristas publicaban libros con títulos como La próxima guerra con Japón. Cuando la burbuja de los precios de los activos japoneses estalló en 1991, muchos japoneses sospecharon que se trataba de una conspiración estadounidense, debido al papel que la política estadounidense había desempeñado en la insostenible acumulación de deuda de Japón en la década de 1980. Es bastante fácil actualizar este escenario al contexto actual. Después de todo, ¿no fue el gran aumento del precio de los activos en China en la década de 2010 (incluido el frenesí especulativo en el sector inmobiliario) en parte el resultado de la relajación del régimen monetario estadounidense tras la crisis financiera mundial?
La triste verdad es que ambas narrativas no son buenas guías para los predicamentos políticos del presente. Al pensar en el largo plazo, los responsables políticos deben evitar los cantos de sirena del determinismo. No hay ninguna ley histórica que dicte cuánto tiempo pueden durar las instituciones fiables. La supremacía financiera británica perduró durante más de dos siglos, desde finales del siglo XVII hasta después de la Primera Guerra Mundial.
Las fluctuaciones a corto plazo son una guía aún peor. Después de todo, muchos países que se han beneficiado de la globalización han sufrido sacudidas y reveses, para luego adaptarse y recuperarse con más fuerza. El colapso de una burbuja inmobiliaria no tiene por qué destruir a China, al igual que el colapso inmobiliario de 2008 no destruyó a Estados Unidos. China podría aprender de la experiencia de otras economías asiáticas en rápido desarrollo, como Corea del Sur, que experimentó profundas perturbaciones en los años setenta (la crisis del petróleo), a principios de los ochenta (la crisis de la deuda internacional) y de nuevo a finales de los noventa (la crisis financiera asiática). En cada ocasión, adaptó su modelo de crecimiento y prosperó.
Todo el mundo quiere una historia sencilla. Pero la verdadera tarea del análisis histórico debería ser desmontar las narrativas deterministas, no complacerlas.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/us-china-great-power-narratives-past-and-present-by-harold-james-2023-09
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