PRINCETON – La rápida marcha de la inteligencia artificial no sólo está trastornando las nociones convencionales del trabajo. También está cambiando la esencia de la identidad humana. Mientras que los avances tecnológicos anteriores alteraban el comportamiento y las apariencias humanas, la IA remodelará fundamentalmente las creencias sociales y políticas básicas de los individuos, incluso sobre la naturaleza y el papel del Estado.
En la Revolución Industrial del siglo XIX, la fuerza mecánica -en su mayor parte alimentada por la combustión de carbón- sustituyó a la fuerza humana y animal como fuente de energía para la transformación de la naturaleza y la producción de bienes industriales y de consumo. A medida que la revolución maduró en el siglo XX, el trabajo físico duro quedó reservado a un grupo cada vez más reducido de ocupaciones.
Para hacerse una idea de la mayor parte del trabajo preindustrial, miremos a los techadores, que hoy en día siguen agotados y extenuados por trabajar a la intemperie en posturas físicas incómodas y deformantes. Conservan en el siglo XXI lo que antaño era una experiencia general. Los trabajadores del automóvil de principios del siglo XX se inclinaban sobre sus herramientas, levantaban objetos pesados y aplicaban enormes cantidades de energía. Sus homólogos de principios del siglo XXI miran los monitores y siguen a los robots que se han hecho cargo de las tareas físicas pesadas. Al desaparecer la economía del sudor, los trabajadores se han vuelto más débiles, pero también más sanos. Los que quieren conservar algo de fuerza física ahora van al gimnasio.
La revolución de la tecnología de la información representó otro paso en este desarrollo humano. A medida que las máquinas se han ido haciendo cargo de más tareas cognitivas, los ordenadores supervisan ahora a los robots que realizan el trabajo físico. Con la eliminación del trabajo mental (como la compleja aritmética que solían realizar los dependientes), se ha mantenido el mismo patrón de siempre: muchas personas han dejado de pensar en el trabajo y dedican esas energías a los crucigramas, los sudokus o el Wordle.
La revolución actual va mucho más allá, porque afecta a cómo se conceptualiza la actividad colectiva. Esta evolución es quizá más clara en el ámbito militar, pero también tiene implicaciones para la participación política e incluso para nuestra comprensión de la autoridad legítima.
El siglo XX estuvo marcado por las guerras más destructivas de la historia de la humanidad, que a su vez produjeron un nuevo impulso democratizador. Dado que los soldados y sus familias necesitaban ser recompensados por sus sacrificios, ambas guerras mundiales condujeron a una ampliación del derecho de voto. El liberalismo político clásico sostenía que no debía esperarse que las personas sacrificaran sus vidas por una entidad política concreta a menos que tuvieran algo que decir al respecto.
Pero la tecnología ofrece una forma de cortocircuitar este proceso. En todo el mundo, se espera cada vez menos de las poblaciones urbanas educadas que se comprometan con el lado brutal de los asuntos humanos. Pensemos en Rusia. El Presidente ruso Vladimir Putin ha recurrido a grupos mercenarios semiautónomos, poblaciones periféricas e incluso prisioneros para librar su guerra en Ucrania, porque sabe que las poblaciones de Moscú y San Petersburgo son física y -lo que es más importante- psicológicamente inadecuadas para la tarea.
Por supuesto, no se trata de un problema nuevo. Antes de la Primera Guerra Mundial, los mandos militares de los grandes países europeos se preguntaban cómo podrían desplegar grandes ejércitos, dado que la vida industrial moderna había hecho que muchos reclutas fueran físicamente inadecuados para el servicio militar. Hoy en día, los planificadores militares siguen albergando las mismas preocupaciones. En 2017, el Pentágono estimó que el 71% de los jóvenes estadounidenses (de 17 a 24 años) no eran aptos para el servicio, y desde entonces la proporción ha aumentado al 77%. Pero cuenta con tecnologías que las generaciones anteriores apenas podían haber imaginado. La guerra está siendo asumida por aparatos no tripulados -como los drones autónomos- al igual que lo fue el trabajo industrial y administrativo en épocas anteriores.
Para comprender las consecuencias políticas de la automatización de la guerra, basta con considerar cómo ha cambiado la sociedad en general en la era moderna. En la sociedad medieval, los seres humanos se dividían generalmente en tres estamentos: oratores, bellatores, laboratores – los que oraban o rezaban (el clero); los que luchaban (la aristocracia); y el resto, que en realidad hacían algún “trabajo” en forma de labor manual.
Gracias a su capacidad de lucha, la aristocracia podía ostentar en un principio un enorme poder político. Pero cuando dejaron de luchar y se retiraron a una elegante vida cortesana, la legitimidad de su gobierno se desvaneció en una nube de perfume. Con los ejércitos de masas que siguieron a la Revolución Francesa, la guerra se democratizó, al igual que la política. Pero ahora que la guerra se libra a través de la tecnología, el poder vuelve a alejarse del pueblo.
¿Qué ocurrirá con los grupos sociales restantes? Al igual que la Revolución Industrial redujo la necesidad de mano de obra, la revolución de la IA está dejando obsoletos a los humanos en el ámbito militar. Al igual que los laboratores, los bellatores se están convirtiendo en máquinas. Quedan los oratores, que tienen la misión de preservar lo que aún es distintivamente humano.
¿Son también vulnerables a la redundancia progresiva y a la destrucción existencial a manos de la tecnología? Ante este temor, algunos críticos y líderes tecnológicos piden una “pausa” en el desarrollo de la IA. Pero la tecnología nunca se ha detenido simplemente porque algunas personas quisieran.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/ai-in-war-and-work-reordering-society-by-harold-james-2023-07
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