CAMBRIDGE – Hace tiempo que los economistas sostienen que la productividad es la base de la prosperidad. La única forma de que un país aumente su nivel de vida de forma sostenible es producir más bienes y servicios con menos recursos. Desde la Revolución Industrial, esto se ha logrado mediante la innovación, razón por la cual la productividad se ha convertido en sinónimo, en el imaginario público, de progreso tecnológico e investigación y desarrollo.
Nuestra intuición sobre el modo en que la innovación fomenta la productividad viene determinada por la experiencia cotidiana en las empresas. Las empresas que adoptan nuevas tecnologías tienden a ser más productivas, lo que les permite superar a los rezagados tecnológicos. Pero una sociedad productiva no es lo mismo que una empresa productiva. Algo que fomenta la productividad en una empresa puede no funcionar, o incluso ser contraproducente, a nivel de todo un país o una economía. Mientras que las empresas pueden permitirse el lujo de centrarse en la productividad de los recursos que deciden emplear, una sociedad necesita mejorar la productividad de todos sus ciudadanos.
Pero muchos economistas (y otros) no han apreciado esta distinción, debido a la suposición de que el progreso tecnológico acabará llegando a todos, aunque sus beneficios inmediatos sólo beneficien a un pequeño grupo de empresas e inversores. Como nos recuerdan los economistas Daron Acemoglu y Simon Johnson en su nuevo y útil libro, esta creencia no ha sido del todo cierta históricamente. La Revolución Industrial inauguró el periodo de crecimiento económico moderno, pero no produjo avances en el bienestar de la mayoría de los trabajadores durante casi un siglo.
Peor aún, la narrativa convencional puede haberse vuelto aún menos cierta con la ola más reciente de avances tecnológicos. Es posible que las nuevas tecnologías no lleven a todos los barcos porque sus beneficios pueden ser captados de forma abrumadora por un pequeño grupo de actores, ya sean unas pocas empresas o segmentos reducidos de la mano de obra. Uno de los culpables son las instituciones y normativas inadecuadas, que distorsionan el poder de negociación en la economía o restringen la entrada de personas ajenas a los sectores modernos. Otra es la propia naturaleza de la tecnología: la innovación a menudo sólo favorece a grupos específicos, como los trabajadores altamente cualificados y los profesionales.
Consideremos una de las paradojas de la era de la hiperglobalización. A partir de la década de 1990, al reducirse los costes comerciales y extenderse la producción manufacturera por todo el mundo, muchas empresas de países de renta baja y media se integraron en las cadenas de suministro mundiales y adoptaron las técnicas de producción más avanzadas. Como resultado, la productividad de estas empresas aumentó a pasos agigantados. Sin embargo, la productividad de las economías en las que estaban domiciliadas se estancó en muchos casos, o incluso retrocedió.
México ofrece un caso de estudio sorprendente, ya que en su día fue un ejemplo de hiperglobalización. Gracias a las reformas liberalizadoras del gobierno en la década de 1980 y al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en la década de 1990, México experimentó un auge en las exportaciones de productos manufacturados y en la entrada de inversión extranjera directa. Sin embargo, el resultado fue un fracaso espectacular donde realmente importaba. Al igual que muchos otros países de América Latina, México experimentó un crecimiento negativo de la productividad total de los factores en las décadas siguientes.
Como demuestra un reciente análisis de los economistas Óscar Fentanes y Santiago Levy, la industria manufacturera mexicana se hizo efectivamente más productiva al verse obligada a competir a escala mundial. Mientras que las empresas menos productivas que no lograron adaptarse acabaron cerrando, muchas de las restantes adoptaron nuevas tecnologías y se volvieron más productivas.
El problema era doble. En primer lugar, las empresas manufactureras -especialmente las formales- se redujeron en términos de empleo, absorbiendo una parte cada vez menor de la mano de obra de la economía. Luego, el resto de la economía, dominada por pequeñas empresas informales, se volvió cada vez menos productiva. El resultado fue que el aumento de la productividad en el sector manufacturero (cada vez más pequeño) orientado al mercado mundial se vio compensado con creces por los malos resultados de otras actividades, sobre todo los servicios informales.
Fentanes y Levy atribuyen estas consecuencias a la normativa laboral y de seguridad social mexicana, que, según afirman, fomentó la informalidad y obstaculizó el crecimiento de las empresas del sector formal. Sin embargo, se puede encontrar el mismo patrón de polarización de la productividad en muchas otras economías latinoamericanas, así como en los países subsaharianos.
Una explicación alternativa tiene que ver con la naturaleza cambiante de la propia tecnología manufacturera. Los requisitos de cualificación y capital necesarios para integrarse en las cadenas de valor mundiales son tan elevados que los países poco dotados de estos recursos se enfrentan a curvas de costes en fuerte aumento, lo que impide a sus empresas expandirse y absorber mucha mano de obra. Los trabajadores que acuden a las ciudades desde el campo no tienen más remedio que dedicarse a pequeños servicios de baja productividad.
Sea cual sea la causa subyacente, este problema ejemplifica por qué las estrategias gubernamentales para impulsar la productividad pueden errar el tiro. Ya sea mediante la incorporación a las cadenas de valor mundiales, la subvención de la I+D o los créditos fiscales a la inversión, las políticas convencionales suelen dirigirse al problema equivocado. En muchos casos, el obstáculo no es la falta de innovación en las empresas más avanzadas, sino las grandes diferencias productivas entre éstas y el resto de la economía. Elevar la base – proporcionando formación, insumos públicos y servicios empresariales a las empresas más pequeñas y orientadas a los servicios – puede ser más eficaz que elevar la cima.
De todo ello se extraen lecciones para la nueva era de la inteligencia artificial. El potencial de los grandes modelos lingüísticos para realizar una amplia gama de tareas a mayor velocidad ha generado mucha expectación en torno a un futuro crecimiento significativo de la productividad. Pero, una vez más, el impacto global de esta tecnología dependerá de la medida en que sus beneficios puedan difundirse por toda la economía.
Como sostienen Arjun Ramani y Zhengdong Wang en un comentario reciente, los beneficios de la IA para la productividad pueden ser limitados si partes importantes de la economía -la construcción, los servicios presenciales, el trabajo creativo dependiente del ser humano- permanecen inmunes a ella. Se trataría de una versión de la llamada enfermedad de los costes de Baumol, por la que el aumento de los precios relativos de ciertas actividades ahoga las mejoras del nivel de vida en toda la economía.
Estas consideraciones no deberían convertirnos en tecnopesimistas o luditas. Pero sí nos advierten del peligro de equiparar productividad con tecnología, I+D e innovación. La innovación científica y tecnológica puede ser necesaria para el crecimiento de la productividad que enriquece a las sociedades, pero no es suficiente. Transformar el progreso tecnológico en un amplio crecimiento de la productividad requiere políticas específicamente diseñadas para fomentar una amplia difusión, evitar el dualismo productivo y garantizar la inclusividad.
Publicación original en: https://www.project-syndicate.org/commentary/ai-technological-innovation-does-not-necessarily-raise-productivity-living-standards-by-dani-rodrik-2023-07
Lee también: