Ante la ensordecedora estridencia mediática y el desmesurado intercambio de adjetivos, no está de más darnos una tregua para, regresando a los clásicos, analizar con distancia y frialdad las agitaciones sociales que sacuden Latinoamérica.
En su libro La Política, Aristóteles señala que no existe un solo tipo de democracia ni un solo tipo de oligarquía, sino que hay distintas variedades de cada régimen. Cuando los libres y pobres, que son mayoría, ejercen la soberanía del poder hay democracia. Cuando la soberanía del poder lo ejercen los ricos y las personas de origen noble, que son pocos, hay oligarquía. Ricos y pobres son las partes principales de la sociedad y sus intereses son contrarios. Una democracia es recta cuando hay igualdad referida a que ninguno de estos dos grupos ejerce soberanía sobre el otro, sino que ambos son iguales.
Si la libertad y la igualdad se dan especialmente en la democracia se debe a que todos participan en el mayor grado posible y por igual en el gobierno. Sin embargo, no en todo gobierno se distribuye la soberanía del poder de manera equitativa. Cada gobierno reparte en diferentes proporciones la soberanía del poder entre ricos, clase media y pobres. Por ello, más allá del nombre con que se presente un régimen en particular, se puede considerar una democracia si la soberanía del poder la detentan los libres y los pobres o una oligarquía si predominantemente la ejercen los ricos.
Desde esta perspectiva, la historia política de Latinoamérica no es precisamente color de rosa. Primero, en el marco de la disputa capitalismo versus socialismo, se perpetraron, con una pequeña ayuda de EU, innumerables golpes militares a lo largo y ancho del subcontinente: Paraguay 1954, Brasil 1964, Bolivia 1971, Chile y Uruguay 1973, Argentina 1976, Perú 1975, por no hablar del golpe de Guatemala en 1954 y de Nicaragua gobernado por el general Somoza de 1944 a 1979.
A partir de la década de los 80’s en varios países se inicia un proceso de transición hacia la anhelada democracia. Este proceso se consolida con la caída del Muro de Berlín, fin simbólico de la Guerra Fría fechado el 9 de noviembre de 1989. Este nuevo impulso sirvió para restaurar derechos políticos e ilusiones de prosperidad para todos en todos los países. Se restauraron derechos políticos, pero la prosperidad solo llegó para unos cuantos.
Después de tres décadas de derrotero más o menos democrático, Latinoamérica se descubre con sociedades cada día más desiguales. De acuerdo con la evidencia a la vista de todos, el modelo socioeconómico que acompañó está transición democrática propició un crecimiento económico que se distribuyó de manera inequitativa: se tradujo en mayor riqueza para los ricos a costa de la disminución de la clase media y del crecimiento de los pobres.
Según Aristóteles, las democracias son más firmes y duraderas que las oligarquías si sus clases medias son más numerosas y tienen el mayor poder de decisión, pero cuando los pobres se extienden demasiado en número, surge el fracaso y pronto desaparecen. Para el Estagirita no hay duda de que los cambios de régimen se producen a causa de un crecimiento desproporcionado de la muchedumbre de pobres en las democracias y repúblicas. Este crecimiento desproporcionado de pobres es una característica de la América Laina democrática.
La ley y el sistema de pesos y contrapesos que diseñaron las emergentes democracias latinoamericanas estuvieron inspiradas en la idea de que la prosperidad de los pueblos se produce si la responsabilidad del crecimiento económico y justicia social recae en los ricos y el Estado se dedica exclusivamente a garantizar el cumplimiento de esas disposiciones normativas. La constitución chilena es paradigma del sueño neoliberal. Prácticamente todo está en manos de los particulares: no hay educación ni salud públicas, ni jubilaciones garantizadas por el Estado; hasta el agua está privatizada.
En Latinoamérica los pocos ricos construyeron regímenes democráticos a modo, es decir, tanto el marco normativo como el sistema de pesos y contrapesos fueron diseñados para garantizar su ejercicio predominante sobre el poder soberano. Para efectos prácticos esto se tradujo en una desigual distribución de los beneficios del crecimiento económico generado por todos los sectores. Claro que quienes ganaron fueron los ricos.
Hasta ahora, la sublevación social contra la desigualdad en América Latina se ha dado por cauces democráticos. Mediante procesos electorales Latinoamérica se pintó de rosa con gobiernos moderadamente de izquierda: Fernández en Argentina, Boric en Chile, Petro en Colombia, el regreso de Lula en Brasil, Castillo en Perú, AMLO en México. Sin embargo, los candados impuestos para garantizar el predominio de unos pocos han condenado a estos regímenes a un verdadero pantano institucional que impide o dificulta modificar la actual distribución de la riqueza a fin de modular la desigualdad social.
Los actuales andamiajes jurídicos llevaron al presidente Castillo de Perú, electo democráticamente, a la cárcel bajo el delito de incapacidad moral tipificado en la Constitución que proclamó Fujimori. Propiciaron que Boric haya perdido la batalla por en cambio constitucional que ahora regresa a manos de la ultraderecha. Petro se vio obligado a sustituir todo su gabinete y poner fin a sus acuerdos con la oposición porque ya se dio cuenta que solo con la movilización social puede lograr cambios constitucionales. Fernández agoniza en la deuda heredada. Lula apela a nuevas reglas económicas a nivel global. AMLO lanza su plan C para obtener en el 24 una eventual mayoría calificada en el congreso que permita acotar el poder soberano que detentan unos cuantos.
Sería conveniente que los grandes intereses económicos globales, que diseñaron los marcos normativos actuales en América Latina, consideraran el gran riesgo que entraña para ellos este pantano institucional. Treinta años demostraron que las actuales regulaciones desembocan en una mayor desigualdad social que, como señaló Aristóteles hace más de dos mil cuatrocientos años, sólo conducen a la sublevación social y fracaso de los regímenes oligárquicos.
Ante el fracaso de los causes democráticos para modular la desigualdad, la desesperación social podría optar por derroteros menos mesurados. No hay que olvidar las sabias palabras de Sir Wiston Churchill: “La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”.