Washington, DC – Pasadas las recientes elecciones intermedias en su país, los estadounidenses respiran aliviados: las amenazas de violencia contra los votantes y funcionarios electorales exacerbadas por las redes sociales no se materializaron. Que una votación pacífica constituya una sorpresa agradable es una señal inquietante sobre estos tiempos.
¿Qué lleva a cierta gente a rechazar la legitimidad de las elecciones justas, abrazar teorías conspirativas y hasta recurrir a la violencia política? Creemos que la respuesta está en una novedosa amenaza para las democracias del mundo: la inseguridad informativa.
La inseguridad informativa va mucho más allá de la vulnerabilidad a la propaganda, es la distorsión deliberada y sistemática —que permiten y aumentan las capacidades digitales— del ecosistema informativo en su totalidad.
Consideremos sus equivalentes en términos de desastres naturales e inseguridad climática. En el pasado lidiamos con los huracanes, las sequías e inundaciones como emergencias aisladas; hoy entendemos que el cambio climático es una amenaza para la totalidad de los sistemas agrícolas y energéticos, y para la seguridad pública. De manera similar, alguna vez nos ocupamos de las hambrunas con respuestas ad hoc; hoy entendemos que la inseguridad alimentaria es una amenaza permanente, no solo para la vida, sino también para la cohesión social y la estabilidad política.
Las amenazas sistémicas requieren una respuesta sistémica que tenga en cuenta las condiciones tecnológicas que permiten su existencia. Las tácticas del siglo XX —aislar a los canales de propaganda que difunden nuestros adversarios, o bloquearlos— no alcanzan. Esos canales se difundían a través de una cantidad limitada y conocida de fuentes, que podíamos detectar fácilmente por su origen, vector y contraste con la programación de los medios convencionales.
Las operaciones de información actuales se difunden a través de cientos de canales y optimizan su alcance y formulación con la interacción entre emisión tradicional y medios digitales —entre los que se cuentan las redes sociales—, y aplican las técnicas de la publicidad en línea, la publicidad dirigida y la manipulación algorítmica para maximizar su audiencia. Por ejemplo, el Kremlin no solo inyecta su propaganda relacionada con Ucrania a través de los canales de los medios de difusión estatales, tanto de aire como digitales, sino que también aprovecha una gran red de canales digitales encubiertos en múltiples idiomas y plataformas. Estos canales difundieron teorías conspiratorias sobre los nazis en Kiev, culpan a Occidente por la ausencia de envíos de alimentos (que bloqueó Rusia), y alientan el malestar en la Unión Europea por los precios de la energía y los refugiados.
Esas tácticas amplifican las conspiraciones locales y desdibujan las diferencias entre los agentes locales y los extranjeros. Además, el objetivo no es solo persuadir, sino también debilitar la confianza en los hechos y sembrar sospechas de noticias falsas por doquier. Los algoritmos ajustados para maximizar la atención aceleran los efectos.
Los gobiernos autocráticos como el de China responden a esta amenaza tomando el control local tanto de la producción como de la distribución de los medios de difusión. Aunque las autoridades no pueden eliminar todo el disenso en línea, evitan las grandes perturbaciones a la línea del partido. Rusia adoptó un enfoque similar, aunque mucho menos eficiente.
Las democracias deben encontrar una alternativa. En las sociedades democráticas, la libertad de expresión es fundamental, tanto por ser un derecho humano básico como por constituir uno de los principales mecanismos para obligar al gobierno a rendir cuentas. En nuestra respuesta a las amenazas informativas debemos garantizar que la cura no sea peor que la enfermedad.
No podemos eliminar el problema a fuerza de borrar contenidos. Para responder a la inseguridad informativa sin limitar la libertad de expresión debemos atender a la estructura del mercado y la lógica de un modelo de negocios que prioriza la controversia por sobre la integridad. Esto implica la participación directa de las grandes plataformas tecnológicas (en su mayoría, estadounidenses y chinas) cuyo control sobre la distribución de información mundial no tiene precedentes.
Estas empresas no causan los problemas sociales que impulsan el conflicto político contemporáneo, pero son el factor de mayor peso en la aceleración de las tendencias hacia el extremismo. A pesar de sus esfuerzos por limitar las actividades ilegales y frustrar la explotación de sus servicios, sus productos aún responden a un diseño que procura obtener beneficios gracias al escándalo y es vulnerable a los abusos generalizados.
Mientras tanto, su poder de mercado en la publicidad destruyó la factibilidad comercial del periodismo tradicional, que en algún momento supo estabilizar la política democrática creando consensos sobre temas básicos. La respuesta de muchos medios tradicionales consistió en sumarse a la espiral descendente.
Los gobiernos democráticos deben considerar a los sistemas informativos como infraestructura crítica, de la misma forma que al gas, el agua, la electricidad y las telecomunicaciones. El primer paso es exigir a las plataformas estadounidenses Facebook, YouTube y Twitter que limiten la explotación de sus servicios por los gobiernos autoritarios que montan campañas deliberadas de desinformación. Para fortalecer aún más las defensas de la democracia son necesarias normas para los mercados de información que permitan evaluar riesgos potenciales para la seguridad, como el impacto del control chino sobre TikTok (la plataforma más popular entre los jóvenes).
No se trata de normas en las que los gobiernos dicten qué contenidos permiten y cuáles no en los canales de los medios de difusión. Esa es una decisión que deben tomar los actores privados, como ya lo han hecho. Pero aunque todas las plataformas tecnológicas que actualmente están en el mercado cuentan con reglas que rigen los contenidos y comportamientos, así como la obtención y el uso de los datos personales, con excesiva frecuencia las aplican mal. Los reguladores gubernamentales deben hacerles cumplir sus promesas y fijar normas adicionales para la protección de los consumidores, del mismo modo en que regulamos la seguridad de los alimentos, los productos farmacéuticos y las industrias de recursos naturales.
Además, para reconectar a los ciudadanos con una base fáctica común, las democracias deben fortalecer el periodismo al servicio del público. Uno de los enfoques es implementar políticas que alienten la competencia —como las que aplicó Australia recientemente— y obliguen a las empresas de tecnología con poder de mercado en la publicidad digital a negociar acuerdos para compartir sus ingresos con las organizaciones periodísticas. También se pueden aplicar impuestos a las transacciones digitales y usarlos para impulsar la inversión en medios públicos de difusión, medios de difusión locales, alfabetización mediática y escuelas de periodismo.
Las reglas, normas e inversiones en el mercado de medios de difusión no son simplemente políticas económicas, son imperativos para la seguridad, junto con las energías verdes y la salud pública. A menos que actuemos pronto, nuestra seguridad informativa se debilitará aún más, lo que nos dividirá y enfrentará internamente. Los autócratas y agitadores locales podrán entonces crear una narrativa egoísta sobre la intensificación de la disfuncionalidad en las democracias.
La Estrategia de Seguridad Nacional del presidente estadounidense Joe Biden, publicada en octubre, identifica un conjunto de «desafíos transnacionales» que no son «secundarios a la geopolítica», sino que residen «en lo más profundo de la seguridad nacional e internacional». Estos desafíos incluyen el cambio climático, la seguridad alimentaria, las enfermedades transmisibles, la escasez energética y la inflación. La inseguridad informativa también corresponde a esa lista, porque exacerba los demás desafíos y constituye en sí una grave amenaza a la democracia.
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