STANFORD – Hace treinta años, el estratega político del Partido Demócrata James Carville centró la campaña presidencial de Bill Clinton en el mantra “Es la economía, estúpido”. Estados Unidos acababa de experimentar una recesión relativamente corta y leve, debido en parte a una marcada alza de los precios del petróleo luego de la invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein. Entre la recuperación lenta y la candidatura independiente de Ross Perot (que le quitó votos al entonces presidente George H.W. Bush), estaba montado el escenario para una victoria de Clinton.
Hoy, el mercado laboral de Estados Unidos se mantiene resiliente, con una creación de empleos saludable, una tasa de desempleo baja y casi dos ofertas laborales por cada persona desempleada. Pero una inflación peligrosamente alta ha hecho que los norteamericanos se sientan profundamente insatisfechos con la economía. En un nivel de 8,6% en mayo, la tasa de inflación anual del índice de precios al consumidor es el cuádruple que en las últimas décadas, y ha superado el crecimiento salarial, haciendo que la mayoría de las familias enfrenten una caída de los ingresos reales. Inclusive la inflación básica –que excluye los precios volátiles de los alimentos y de la energía- está en un 6%, más alto que en otras economías importantes. Nadie que tenga menos de 60 años ha experimentado algo así en su vida adulta.
Peor aún, las posibilidades de una recesión aumentan. La construcción de viviendas y las ventas minoristas se estancan y los mercados bursátiles y de bonos (pronosticadores imperfectos, sin duda) dan señales de problemas en el futuro. Queda poca munición de política monetaria –o fiscal- para lidiar con una recesión y el despilfarro fiscal de las últimas tres administraciones ha dejado al país mal equipado para enfrentar una explosión de los costos de la Seguridad Social y de Medicare, para no mencionar la necesidad hoy aparente de más gasto en defensa.
La Reserva Federal de Estados Unidos está aumentando su tasa de interés objetivo y la inflación puede ceder de cara al año próximo. Pero un retraso en los efectos de las tasas más altas, combinado con crecientes expectativas inflacionarias (según encuestas de consumidores y el mercado de bonos), sugiere que llevará algún tiempo alcanzar la meta del 2% de la Fed.
Mientras tanto, las encuestas indican que los norteamericanos descargarán su frustración en el presidente Joe Biden y el Partido Demócrata, empezando con las elecciones de mitad de mandato en noviembre, cuando los republicanos probablemente pasen a tener el control de la Cámara de Representantes y posiblemente también del Senado. Una vez más, “es la economía, estúpido”.
Biden más de una vez ha dicho que la creciente inflación de hoy es transitoria y que nadie pronosticaba una inflación alta y persistente. Obviamente, está equivocado, y quizá mal informado por sus asesores. Lawrence H. Summers, un alto asesor económico de la administración Obama, advirtió a su partido a comienzos de 2021 que su gasto adicional de 1,9 billones de dólares probablemente alimentaría la inflación. Y poco tiempo después, yo mismo advertí sobre una inflación más alta y sobre los mayores riesgos para el crecimiento. Sin embargo, la administración persiste en impulsar una agenda de gasto importante del gobierno y de alzas de los impuestos corporativos y personales.
En lugar de corregir el curso, la Casa Blanca ha intentado culpar a otros por la inflación elevada y su propia mala lectura de la economía. Biden y sus voceros citan factores como la guerra de Rusia en Ucrania, las alteraciones de las cadenas de suministro y las corporaciones “codiciosas” y con eso sostienen que, como la inflación alta es un fenómeno global, no puede deberse a sus políticas. Sin embargo, más allá de la incidencia de estas otras causas, no se comparan con el extraordinario exceso de demanda generado por políticas monetarias y fiscales ultra laxas en Estados Unidos. El paquete de gasto a comienzos de 2021 era mucho mayor que la brecha entre el PIB real y potencial. El mayor problema de Biden no es una mala manera de comunicar o una mala percepción pública; son sus propias políticas.
Sin embargo, Biden merece un reconocimiento por respetar la independencia de la Fed en su política de ajuste monetario. Eso lo diferencia del antecesor con quien cada vez más se lo compara: Jimmy Carter. En medio de una inflación aún peor, Carter exigió que la Fed bajara las tasas de interés, que es lo más económicamente analfabeto que se puede ser.
El éxito o fracaso de Biden siempre ha dependido de tres factores. El primero es cómo maneja todas las cuestiones impredecibles que surgen durante cualquier presidencia. Segundo, necesita demostrar no sólo que puede aprender de los errores de la administración de Barack Obama, sino también que está abierto a dar continuidad a algunas cosas –y enmendarlas si fuera necesario- que funcionaron en la administración Trump, como Título 42 y la política de inmigración ilegal Quédense en México. Por último, sus asesores económicos necesitan su apoyo para ganar las batallas entre agencias internas y bloquear el costoso sinsentido que está siendo propugnado por los “progresistas” de hoy. Desafortunadamente, hasta el momento no ha tenido éxito en ninguno de los tres frentes.
El interrogante ahora es si Biden será lo suficientemente astuto como para seguir el camino que tomó Clinton después de la aplastante derrota de los demócratas en las elecciones de mitad de mandato en 1994, cuando su administración se desplazó al centro para trabajar constructivamente con la mayoría moderada del Partido Demócrata y con la mayoría de los republicanos.
Para hacerlo, Biden debe abandonar sus políticas económicamente ignorantes. Ha exigido aún más gasto para ayudar a los hogares que sufren como consecuencia de la inflación que el propio gasto público ayudó a crear. También ha reclamado simultáneamente el fin de los combustibles fósiles y ha fustigado a las empresas petroleras y gasíferas de Estados Unidos por no producir más, aunque sus propias políticas han reducido su incentivo para invertir. A falta de una mayor producción doméstica, ha cortejado a Venezuela y a Arabia Saudita, en un intento por persuadirlos de impulsar la producción de petróleo.
La estrategia más inteligente sería adoptar una agenda de reformas regulatorias e impositivas pro-crecimiento del lado de la oferta (como el presidente John F. Kennedy), con controles del gasto y una reducción del déficit para completar los esfuerzos de la Fed destinados a frenar la inflación sin causar una recesión. Desafortunadamente, ni Biden ni el resto de su partido han demostrado ninguna inclinación hacia ese tipo de políticas. Por el contrario, hacen campaña con cuestiones sociales como los derechos al aborto y el control de armas para ganar apoyo de su base de votantes.
Es una estrategia riesgosa, considerando especialmente que los demócratas ya son vulnerables en cuestiones como la creciente inmigración ilegal y el delito. Los ciudadanos abandonan ciudades históricamente gobernadas por demócratas (San Francisco ha perdido el 6,3% de su población) u obtienen armas para autodefensa.
Mientras los demócratas se centran en cuestiones sociales, los votantes están esencialmente preocupados por el alza de los precios, que perciben diariamente en la estación de servicio y en el almacén. Es la inflación, estúpido.
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