NUEVA YORK – Parece que Estados Unidos ha iniciado una nueva guerra fría con China y Rusia a la vez. Y la dirigencia estadounidense la presenta como una confrontación entre la democracia y el autoritarismo, lo cual resulta sospechoso, sobre todo cuando esa misma dirigencia corteja activamente a un violador sistemático de los derechos humanos como Arabia Saudita. Esta hipocresía hace pensar que, al menos en parte, lo que está en juego aquí es la hegemonía global más que una cuestión de valores.
Tras la caída de la Cortina de Hierro, Estados Unidos fue durante dos décadas el número uno indudable. Luego llegaron las desastrosas guerras en Medio Oriente, el derrumbe financiero de 2008, el aumento de la desigualdad, la epidemia de opioides y otras crisis que parecieron poner en duda la superioridad del modelo económico estadounidense. Además, sumando la victoria electoral de Donald Trump, el intento de golpe en el Capitolio, las numerosas matanzas en tiroteos, los intentos de supresión de votantes por parte del Partido Republicano y el auge de cultos conspirativos como QAnon, hay pruebas más que suficientes para pensar que algunos aspectos de la vida política y social de los Estados Unidos se han vuelto profundamente patológicos.
Por supuesto que Estados Unidos no quiere que lo destronen. Pero que China lo supere en lo económico es sencillamente inevitable, cualquiera sea el indicador oficial que se use. No sólo su población es cuatro veces mayor a la de Estados Unidos, sino que su economía también creció al triple durante muchos años (de hecho, ya superó a Estados Unidos por paridad del poder adquisitivo en 2015).
Aunque China no haya lanzado un cuestionamiento estratégico directo a los Estados Unidos, las señales son claras. En Washington hay consenso bipartidario respecto de que China puede plantear una amenaza estratégica, y que lo menos que debe hacer Estados Unidos para mitigar el riesgo es dejar de colaborar con el crecimiento de la economía china. Según esta visión, se justifica tomar medidas preventivas, aunque eso implique violar las normas de la Organización Mundial del Comercio, en cuya redacción y promoción Estados Unidos tuvo una importante participación.
Este frente de la nueva guerra fría ya estaba abierto mucho antes de la invasión rusa a Ucrania; después de lo cual, altos funcionarios estadounidenses exhortaron a que la guerra no desvíe la atención de la amenaza real a largo plazo: China. Puesto que la economía de Rusia es más o menos igual en tamaño a la de España, su alianza «ilimitada» con China no parece tener mucha importancia económica (aunque su prontitud para las actividades disruptivas en todo el mundo puede resultarle útil a su más grande vecino del sur).
Pero un país en «guerra» necesita una estrategia, y Estados Unidos no puede ganar una nueva carrera entre grandes potencias solo; necesita amigos. Sus aliados naturales son Europa y las otras democracias desarrolladas de todo el mundo. Pero Trump hizo todo lo posible por alejarlas, y los republicanos (que todavía están completamente atados a él) han dado amplios motivos para dudar de que Estados Unidos sea un socio fiable. Además, Estados Unidos también tiene que ganarse la buena voluntad de miles de millones de personas en los países en desarrollo y emergentes; no sólo para tener los números de su lado, sino también para garantizarse acceso a recursos críticos.
Para congraciarse con el mundo, Estados Unidos tendrá que recuperar mucho terreno perdido. Su larga historia de explotar a otros países no ayuda, como tampoco su profundamente arraigado racismo (una fuerza que Trump canaliza con pericia y con cinismo). El último ejemplo es la contribución de las autoridades estadounidenses al «apartheid vacunatorio» global, por el que los países ricos consiguieron todas las dosis que necesitaban, mientras la gente de los países pobres quedó librada a su suerte. En tanto, los adversarios en la nueva guerra fría estadounidense pusieron sus vacunas a disposición de otros países a precio de costo o inferior y los ayudaron a desarrollar capacidad de producirlas por sí mismos.
La falta de credibilidad se magnifica en lo relacionado con el cambio climático, que afecta en forma desproporcionada a los países del Sur Global que son los menos preparados para hacerle frente. Aunque los principales mercados emergentes hoy son la fuente principal de gases de efecto invernadero, la emisión acumulada de los Estados Unidos sigue siendo con diferencia la mayor. El mundo desarrollado no deja de sumar emisiones, y para peor ni siquiera ha cumplido sus exiguas promesas de ayudar a los países pobres a manejar los efectos de una crisis climática que causaron los países ricos. Por el contrario, los bancos estadounidenses contribuyen al riesgo de crisis de deuda en muchos países, exhibiendo a menudo una perversa indiferencia respecto del sufrimiento resultante.
Europa y Estados Unidos son muy buenos para dar lecciones a otros sobre lo que es moralmente correcto y económicamente razonable. Pero el mensaje termina siendo «haz lo que yo digo y no lo que yo hago» (algo que la persistencia de los subsidios agrícolas de Estados Unidos y Europa pone en claro). Más aún después de Trump, Estados Unidos ya no tiene ningún derecho a la superioridad moral, ni credibilidad para dar consejos. El neoliberalismo y la economía del derrame jamás gozaron de mucha aceptación en el Sur Global, y ahora están perdiéndola en todas partes.
Al mismo tiempo, China se ha destacado por su capacidad para proveer infraestructuras físicas a los países pobres en vez de dar lecciones. Es verdad que a menudo esos países terminan muy endeudados; pero viendo como se han portado los bancos occidentales como acreedores en el mundo en desarrollo, Estados Unidos y otros no están en posición para lanzar acusaciones.
Podría seguir, pero creo que mi argumento ya está claro: si Estados Unidos se va a embarcar en una nueva guerra fría, tiene que comprender qué necesita para ganarla. Las guerras frías se ganan en última instancia con el poder blando de la atracción y la persuasión. Para salir airosos, tenemos que convencer al resto del mundo de que nos compre no solamente nuestros productos, sino también el sistema social, político y económico que vendemos.
Estados Unidos sabrá hacer los mejores bombarderos y sistemas misilísticos del mundo, pero aquí no nos servirán de nada. Por el contrario, tenemos que ofrecer a los países en desarrollo y emergentes ayuda concreta; comenzando con la suspensión de derechos de propiedad intelectual sobre todo lo relacionado con la COVID, para que esos países puedan fabricar vacunas y tratamientos por sí mismos.
Igual de importante, Occidente debe lograr que su sistema económico, social y político vuelva a ser la envidia del mundo. En Estados Unidos, el primer paso es reducir la violencia con armas de fuego, mejorar la regulación ambiental, combatir la desigualdad y el racismo y proteger los derechos reproductivos de las mujeres. Hasta que hayamos demostrado que merecemos liderar, no podemos esperar que otros nos sigan.
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