De los “Protocolos de los sabios de Sión” a la afirmación absurda del presidente ruso Vladímir Putin de que a Ucrania la gobiernan nazis que cometen un genocidio contra los habitantes de habla rusa: el Kremlin siempre fue un experto en el oscuro arte de la desinformación.
Los “Protocolos” son una falsificación que se publicó en Rusia a principios del siglo XX, donde supuestamente se expone una conspiración judía para dominar el mundo. Fue una mentira tan grande como una casa, y se convirtió en uno de los pilares del violento antisemitismo que más tarde llevó al exterminio de la mayor parte de la población judía de Europa a manos del Tercer Reich de Hitler.
En cuanto a la gran mentira de Putin, no engañó a casi nadie fuera de Rusia, pero es posible que haya incitado algunas de las atrocidades que los soldados rusos, mal entrenados y mal informados, cometieron en Bucha y en otros lugares. La desinformación y las mentiras pueden matar. También pueden inclinar a un país hacia el lado errado de la historia.
Las democracias occidentales tuvieron un llamado de atención en 2016, cuando Rusia interfirió en la elección presidencial estadounidense para beneficiar a Donald Trump, y en el referendo británico por el Brexit en apoyo al abandono de la Unión Europea. Ambos hechos sacudieron a las democracias del mundo y fueron una advertencia de que los estados autoritarios han comenzado a emplear contra ellas una nueva clase de guerra informativa. El objetivo es desestabilizar, dividir y debilitar las sociedades democráticas, sus sistemas políticos y sus instituciones; y la Unión Europea es el comienzo.
Hasta hace poco, en Francia casi no habíamos considerado la amenaza de interferencia extranjera en nuestra política. Pero eso cambió con la elección presidencial de 2017, cuando correos electrónicos robados al equipo de campaña de Emmanuel Macron se publicaron en Internet pocos días antes de la votación. Mezclados con los mensajes reales iban otros fraguados para insinuar (falsamente) que Macron tenía cuentas bancarias en paraísos fiscales. En 2019, ataques de robo y filtración de información similares se lanzaron contra la canciller alemana Angela Merkel y contra cientos de políticos alemanes.
Para cuando llegó la elección de 2019 al Parlamento Europeo, ya nadie dudaba de los intentos rusos de interferencia, y la Comisión Europea respondió con un Plan de Acción contra la Desinformación y con medidas adicionales para la protección del proceso electoral. Sin embargo, las democracias tienen dos desventajas frente a maniobras de interferencia electoral, manipulación y guerra informativa.
En primer lugar, no pueden responder con contrapropaganda propia, ya que perderían credibilidad en momentos en que la confianza pública ya es reducida. Por eso sólo pueden apelar al control de veracidad de la información, que tiene efectos limitados. Además, no pueden renunciar a principios esenciales como el de libertad de expresión, al que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada en Francia en 1789 describe como “uno de los derechos más preciados”.
Por supuesto que esta libertad no es absoluta: los derechos de una persona terminan allí donde empiezan los de las demás. Y a diferencia de Estados Unidos, muchos países europeos tienen leyes contra el discurso de odio. En Francia y en otros lugares, por ejemplo, la negación del Holocausto es un delito penal, y una manifestación de supremacistas blancos sería inconcebible.
Tal vez por estas diferencias, la UE fue mucho más allá que Estados Unidos en la regulación de las plataformas digitales, cuya tarea como garantes de la integridad informativa será cada vez más importante. Según la Ley de Servicios Digitales (DSA, por la sigla en inglés) de la UE, que entrará en vigor en 2023, las plataformas deberán cumplir nuevas normas en materia de transparencia; por ejemplo, explicar cómo funcionan sus algoritmos y publicar informes anuales en relación con la eliminación de contenidos ilícitos (por ejemplo, discurso de odio).
También estarán obligadas a informar a las autoridades sobre publicaciones que puedan constituir un delito penal o indiquen una amenaza grave a la vida o la seguridad de las personas. Y las que no cumplan la DSA se exponen a multas por hasta el 6% de sus ingresos anuales globales.
Pero en realidad, el texto de la ley no regula la «desinformación». Este término fue creado en los años veinte por los soviets, para referirse a su instrumento preferido de propaganda y desestabilización. Más bien, lo que preocupa a la UE es la “información de carácter comprobablemente falso o engañoso, que se crea, presenta y disemina para obtener ventajas económicas o engañar intencionalmente a la población”; o en forma más precisa: “esfuerzos coercitivos y engañosos para perturbar la libre formación y manifestación de la voluntad política de las personas por parte de un actor estatal extranjero o de sus agentes”.
En la práctica, el texto de la DSA delega el control de la desinformación a los códigos de conducta de las plataformas. Pero estos últimos años son la prueba de que esa respuesta es muy insatisfactoria. Los legisladores tienen que ser más creativos y directos. Aunque nadie quiere crear algo parecido a una policía del pensamiento, hay que tratar las grandes mentiras como lo que son: ataques deliberados a nuestras sociedades.
Hace poco el Tribunal General de la UE dio un paso en la dirección correcta, al rechazar una apelación presentada por el canal RT contra la suspensión de su licencia de radiodifusión en Francia. El tribunal determinó que entre los intereses de la emisora controlada por el Kremlin y los de la UE, la balanza debe inclinarse claramente en favor de la UE. En su sentencia señaló que los intereses de la UE «están orientados hacia la protección de los Estados Miembros contra campañas de desinformación y desestabilización efectuadas por medios controlados por la dirigencia rusa que puedan poner en riesgo el orden público y la seguridad de la Unión, en un contexto marcado por una agresión militar contra Ucrania».
Este razonamiento no debe limitarse al contexto de una invasión militar; más bien, debe ser la base para el diseño de sanciones contra todo aquel que difunda noticias falsas. Ahora que el Consejo de Comercio y Tecnología UE‑Estados Unidos acordó implementar medidas coordinadas contra la desinformación, tiene una oportunidad de elaborar una respuesta más eficaz a la amenaza de la guerra informativa de los regímenes autoritarios.
Parafraseando a Clausewitz, las democracias deben reconocer que la desinformación no es otra cosa que la continuación de la guerra por otros medios. Para defendernos de esta amenaza tenemos que reforzar no sólo los instrumentos logísticos, sino también las herramientas legales.