WASHINGTON, DC – Ya se cumplió un año del ataque del 6 de enero de 2021 al Capitolio de EE.UU. y muchos estadounidenses se encuentran profundamente afectados porque la brecha política del país no ha hecho más que ampliarse desde entonces. Si bien en ese momento la mayoría de los dirigentes del Partido Republicano lo condenaron, el GOP ha ido internalizando la red de mentiras y falsedades del ex Presidente Donald Trump acerca de las elecciones de 2020, que perdió por cerca de siete millones de votos. En su mayoría, los republicanos se han negado a incluso participar en la investigación del Congreso sobre la materia.
Un año después de que un presidente en funciones intentara dar vuelta los resultados de unas elecciones justas y válidas, los esfuerzos por identificar y llevar ante la justicia a los responsables hoy deben competir con otras crisis de seguridad: la acumulación de tropas rusas alrededor de Ucrania, la proximidad de Irán al umbral nuclear, y las catástrofes humanitarias en Afganistán y Yemen. Frente a todo esto, las autoridades estadounidenses se verán tentadas a trazar una línea entre lo que ocurra al interior de su territorio y lo que pase en el exterior. Sin embargo, hacerlo sería riesgoso y peligroso al mismo tiempo.
La profunda polarización que existe en Estados Unidos refleja una sociedad cuyos miembros ya no tiene una idea en común de lo que significa estar “seguros”. Los estadounidenses están teniendo experiencias muy diferentes –que cruzan líneas raciales, religiosas y de género- con sus instituciones encargadas de garantizar la seguridad local. La confianza en el ejército y las fuerzas de seguridad de EE.UU. solía ser alta; hoy está cayendo, junto con la confianza en el resto de las instituciones de gobierno estadounidenses. Sus ciudadanos ya no están de acuerdo en qué constituye una amenaza o no: hay muchas más probabilidades que un demócrata cite la cohesión interna y la violencia política, y que un republicano se inquiete con los enemigos más tradicionales del estado-nación. Los estadounidenses están divididos por ideología y edad sobre si las personas y las ideas de otros sitios son una oportunidad o una amenaza.
Estas divisiones y la parálisis política resultante, ya serían malas en aislamiento. Pero el resto del mundo está observando, y ve una sociedad que no puede ponerse de acuerdo sobre qué es la democracia, o quién pertenece al demos. En el Índice Combinado Puntuación Política del Banco Mundial, Estados Unidos ha bajado desde un prolongado diez, el más alto para una democracia, a un cinco, lo que quiere decir que está al borde de la anocracia: una democracia con características autoritarias.
Alrededor del planeta, quienes se han inspirado en líderes como Abraham Lincoln y Martin Luther King, Jr., hoy ven imágenes de la bandera Confederada ondeando en los salones del Congreso. Aliados cuyos vínculos se remontan a la Segunda Guerra Mundial ahora ven funcionarios estadounidenses electos abrazándose con negadores del Holocausto. Ni amigos ni enemigos creen que EE.UU. pueda o vaya a cumplir sus promesas de largo plazo, sea en el ámbito de la distribución de vacunas, los acuerdos climáticos o los tratados nucleares.
Si es usted estadounidense y esta descripción le parece exagerada, pruebe a mirar a su vecino del norte. En Canadá, que comparte con Estados Unidos la frontera más larga del planeta sin fortificaciones, los principales medios de prensa marcaron el aniversario del 6 de enero con un debate sobre “¿Qué hacer frente a la desintegración de la democracia en Estados Unidos?” Y la politóloga Barbara Walter, una de las mayores expertas mundiales en guerras civiles, escribe en un nuevo libro: “La mayoría de los estadounidenses no se pueden imaginar otra guerra civil en su país… Pero eso es así porque no saben cómo estas comienzan”.
Los estadounidenses tienen que reconocer que la erosión de su democracia en tanto un asunto de política exterior como interno. Aquellos republicanos y demócratas que siguen dispuestos a colaborar en asuntos internacionales clave deben aceptar que para esto también es necesario trabajar juntos para fortalecer las normas democráticas básicas en casa.
Estas normas son los cimientos para todo lo que Estados Unidos desea lograr en el ámbito internacional. Como mínimo, deberían incluir el rechazo a la violencia y al discurso del odio, una fuerte protección del derecho a votar y una administración electoral no partidista. Los conservadores que urgen a la administración Biden a adoptar una posición más dura en el exterior debieran considerar cómo se ve en el mundo la constante insistencia de la derecha acerca del “Gran Robo”. Los líderes estadounidenses de todo el espectro político podrían enviar un mensaje mucho más atractivo, demostrando que están dispuestos a reparar las fisuras de la democracia estadounidense. La capacidad de hacerlo ha sido históricamente una de las mayores fortalezas de Estados Unidos.
Después de todo, ya hemos estado allí. Hace medio siglo, la democracia estadounidense fue puesta a prueba por un presidente que se vio obligado a renunciar y por un sistema de seguridad que llevó al país a una guerra catastrófica. Todo eso impulsó un esfuerzo amplio para abordar los fallos sistémicos. Y, si bien las soluciones fueron imperfectas, funcionaron para recuperar el prestigio de las instituciones estadounidenses por las siguientes cuatro décadas, tanto en el nivel interno como en el exterior.
¿A qué debería parecerse un esfuerzo así hoy? El Senador Mike Rounds, republicano de Dakota del Norte, recientemente reunió el coraje para responder a Trump, declarando a ABC News: “Las elecciones fueron todo lo justas que pudieron ser. Sencillamente los republicanos no ganamos la presidencia”. Es un buen comienzo. Pero sin avances en responder a toda la gama de problemas con las elecciones estadounidenses –quién recibe el voto y cómo estos se cuentan-, ni republicanos ni demócratas podrán mantener las cabezas erguidas ante la corte de la opinión pública global.
Por supuesto, la responsabilidad no recae solamente en el Congreso. En su Guía Estratégica Provisoria de Seguridad Nacional, publicada en marzo pasado, la administración del Presidente Joe Biden dejó en claro que “nuestro papel en el mundo depende de nuestra fuerza y vitalidad aquí en el país”. Desde entonces, Biden ha firmado leyes y puesto en práctica políticas que asignan miles de millones de dólares a investigación y desarrollo en sectores estratégicos de la industria, infraestructura física y una mejor infraestructura social.
De nuevo, se trata de un buen comienzo. Pero supongamos que la administración diera un paso más en su propia lógica y declarara abiertamente que las amenazas a nuestra democracia lo son también para nuestra seguridad. El Director Nacional de Inteligencia ya ha advertido de que el extremismo político violento –eufemismo para el terrorismo local- representa un riesgo mayor para los estadounidenses que el terrorismo islamista.
Con Estados Unidos asolado por normas políticas decrépitas y una lucha entre facciones teñida de violencia, es fácil ver que apenas un 17% de las democracias del mundo lo vean como un país que imitar. Es tiempo de que los estadounidenses, o al menos los que buscan representar su país ante el mundo, se vean como los verían los demás, sin excusas ni racionalizaciones.
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