CAMBRIDGE – El coronavirus está en todas partes: en el aire, en las superficies, en nuestros tractos respiratorios y, la semana pasada, en la Corte Suprema de EE. UU. El 10 de enero entraron provisoriamente en vigencia elementos clave de la polémica orden dictada por el presidente estadounidense Joe Biden de «vacunar o testear», que obliga a todos los trabajadores de las empresas con más de 100 empleados a vacunarse o someterse regularmente a pruebas de detección de la COVID-19. El mandato alcanza a casi 84 millones de estadounidenses y todas las miradas se centraron en la Corte Suprema, que el 13 de enero anuló la medida.
Con el apoyo de un enorme cuerpo de evidencia científica, la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional de EE. UU. (OSHA, por su sigla en inglés) argumentó a favor del mandato, enfatizando que los trabajadores «enfrentan un grave peligro […] en sus lugares de trabajo», pero la Federación Nacional de Empresas Independientes (National Federation of Independent Businesses) y 27 estados (todos controlados por republicanos) respondieron que la vacuna es «un procedimiento médico invasivo, irrevocable y forzoso» que no se debe imponer masivamente.
Aunque la cuestión técnica frente a la corte era si la OSHA contaba con autoridad legítima para hacer cumplir el mandato, los jueces también consideraron si la COVID-19 verdaderamente representa una amenaza distintiva en el trabajo. Sin embargo, con solo el 62 % de los estadounidenses vacunados, lo que está en juego era, y es, mucho más de lo que implican estas cuestiones. Se define si se debe permitir que el 38 % de los estadounidenses que se niegan a recibir la vacuna haga peligrar para la mayoría la posibilidad de ganarse la vida sin enfrentar riesgos innecesarios para su seguridad. E incluso este marco más amplio tampoco considera los riesgos que suponen quienes no se vacunan para los trabajadores del sector sanitario, los padres, las familias separadas, los pacientes que necesitan tratamientos no relacionados con la COVID-19, y todos los niños cuyo desarrollo se vio perturbado o malogrado.
A pesar de la creación de vacunas eficaces a una velocidad sin precedentes, la pandemia ya está en su tercer año y todavía hace estragos debido a los titubeos en el uso de tapabocas, el apartheid de vacunas mundial y, fundamentalmente, el rechazo a las vacunas. Su persistencia no se debe al fracaso de la ciencia, sino al de nuestras otras instituciones, comenzando por el imperio de la ley.
Específicamente, la culpa es de una discutible teoría legal. Muchos académicos del derecho se ufanan de una interpretación extremadamente formal del imperio de la ley como algo decididamente neutral y amoral, incluso cuando fracasa espectacularmente a la hora de ayudarnos a enfrentar nuestros desafíos actuales más urgentes. La pandemia es un caso paradigmático: estamos atrapados en un sistema legal que titubea y da un paso al costado mientras observa como la cantidad de muertes evitables sigue aumentando, y cuya autoridad moral y relevancia se ven cada vez más amenazadas por ello.
El problema reside en la concepción del derecho que deriva en gran medida del positivismo legal, la escuela de pensamiento dominante para la jurisprudencia, cuya interpretación más estricta sostiene que la ley deriva su autoridad del «pedigrí» (de dónde proviene) independientemente de la moralidad (si la ley es «buena» o «mala»). En realidad, sin embargo, esto representa una excusa para no comprometerse con una versión del bienestar colectivo y deferir a la elección individual.
Aun si esta perspectiva fuera aceptable en medio de una pandemia de vertiginoso crecimiento, estaría profundamente viciada. El imperio de la ley es una combinación de normas formales y sociales intrincadamente entrelazadas que se refuerzan entre sí, vive en la conciencia moral colectiva de quienes participan en él y funciona a través de ella. El papel de los tribunales no es entonces simplemente el de aplicar reglas formales, sino el de dar forma a las normas sociales y, cuando resulta necesario, el de funcionar como conciencia de la sociedad. Una analogía cercana sería la de un padre que ejerce su criterio e interviene en una pelea entre hermanos.
Esto no pretende sugerir que «la ley depende de lo que el juez haya desayunado». Por el contrario, las investigaciones académicas en derecho y psicología junto con los avances de las ciencias cognitivas muestran que la ley es fundamentalmente una institución social y que las personas responden intensamente a las señales que proporcionan las instituciones de autoridad (lo que los psicólogos llaman «evocación»), especialmente cuando las señales incorporan una fuerte postura moral.
La postura positivista pierde fundamentalmente de vista esta cuestión. Ignora el hecho de que las naciones históricamente enfrentadas de Europa se unieron, con mucho esfuerzo, en un bloque relativamente integrado a través de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. De manera similar, el histórico dictamen de la Corte Suprema de la India que despenalizó la homosexualidad en 2018 tuvo un papel significativo en el cambio de las normas de ese país.
La Corte Suprema de EE. UU. tuvo la oportunidad tanto de hacer lo correcto como de quedar en la historia por contribuir al fin de esta prolongada —y cada vez más evitable— pandemia, y de enriquecer el imperio de la ley en el proceso. Estados Unidos —y, de hecho, el mundo— necesitaba un fallo con un peso moral similar al del caso Brown contra la Junta Educativa, no más del mugriento cinismo que presenciamos en Trump contra Hawái (el caso de la «prohibición de musulmanes»).
La Corte pudo haber definido una postura sobre las vacunas, y debió hacerlo, especialmente considerando que ya se había manifestado en ese sentido sobre el «derecho a la vida» en otros contextos. Los fetos son, por ejemplo, instancias de «vida» mucho más ambiguas que los trabajadores afectados por el mandato, quienes claramente son agentes morales. Y la Corte se declaró en contra de la opción de poner fin a la propia vida en el contexto de la eutanasia.
Los fallos legales tienen que ver con el costo de las alternativas, en este caso claramente había que decidir entre la seguridad colectiva o una noción equivocada de libertad personal (como lo afirmó el filósofo Peter Singer). Mientras que grandes empleadores como Citigroup y United Airlines llegaron incluso a imponer una política de «sin vacuna, no hay trabajo», el mandato de la OSHA adoptó un enfoque mucho más moderado para crear un entorno de trabajo seguro.
Además, incluso si el caso en la Corte no hubiera sido un trámite, el bien común debió haber constituido el factor de desempate. Pero en lugar de eso el voto del tribunal fue a favor de la libertad individual sin importar el costo: el principal de los valores, aunque oculto, del positivismo legal. El circo alrededor de Novak Djokovic, la estrella antivacunas del tenis, quien fue recientemente detenido por los agentes migratorios australianos, es simplemente un microcosmos de la confusión que se desatará por la decisión que dio por tierra con el mandato de Biden para el trabajo. Ahora que las tasas de internación rompen récords y la cantidad de muertes en EE. UU. se acerca al millón, la Corte desperdició una gran oportunidad para ejercer la custodia de un sistema de gobierno dividido, y afirmar su relevancia y autoridad moral.
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