NUEVA YORK – El pasado mes Song Gengyi, una profesora de periodismo en Shanghái, fue despedida por hacer su trabajo. Alentó a sus estudiantes a verificar los relatos oficiales sobre la Masacre de Nankín del año 1937, la orgía de asesinatos en masa y violaciones perpetrada por el Ejército Imperial Japonés en dicha ciudad, misma que en aquel entonces era la capital china. Otra maestra, Li Tiantian, protestó contra el despido de Gengyi, y se la castigó internándola en un hospital psiquiátrico.
Verificar los hechos es lo que se supone que deben hacer los periodistas. Pero debido a que las atrocidades en Nankín durante la Guerra sino-japonesa se han convertido en una piedra angular del nacionalismo chino y, por lo tanto, de la propaganda del Partido Comunista de China, cualquier escrutinio crítico de lo que exactamente ocurrió se considera una crítica al gobierno chino.
Quizás lo antedicho necesite de alguna explicación. Hasta la muerte de Mao Zedong en el año 1976, los relatos oficiales chinos prestaban poca atención a la Masacre de Nankín. La historia durante el gobierno de Mao fue, por el contrario, una historia heroica acerca de las victorias comunistas en las que se derrotaban a opresores fascistas y burgueses. Nankín había sido la capital nacionalista china en el momento de la guerra sino-japonesa. La masacre fue, por lo tanto, una historia de derrota nacionalista, no de heroísmo comunista.
En el momento de la muerte de Mao, el marxismo-leninismo y el pensamiento de Mao Zedong habían perdido su atractivo, incluso para muchos miembros del PCCh. La nueva ortodoxia partidaria es una forma de nacionalismo que se fundamenta en recuerdos de humillación colectiva, como por ejemplo la Masacre de Nankín, cuya mancha únicamente puede ser borrada mediante la hegemonía continua del PCCh.
Muy cerca de la fecha en la que Song fue despedida, un tribunal de Moscú ordenó el cierre de la organización rusa ‘Memorial International’ y de su organización hermana, ‘Memorial Human Rights Center’. La organización Memorial fue fundada en el año 1989 con el propósito de investigar los crímenes de la época de Stalin en la Unión Soviética y para honrar a las víctimas. Al igual que el presidente chino Xi Jinping, el presidente ruso Vladimir Putin quiere controlar la narrativa histórica. Eso significa pasar por alto los horrores del estalinismo y destacar la heroica victoria del pueblo ruso contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial.
La historia, por supuesto, siempre ha sido un asunto político. Al menos desde la época de Sima Qian, el gran historiador de la Corte que nació alrededor del año 140 a.C., los escribas oficiales en China han recopilado relatos con el propósito de dar legitimidad a los gobernantes que les encargaron dichos relatos. Cada dinastía tuvo sus propios historiadores. Lo mismo sucedió en la antigua Roma.
Los líderes elegidos democráticamente en tiempos más modernos no cuentan con historiadores de la Corte (aunque Arthur M. Schlesinger, Jr. estuvo muy cerca de desempeñar ese papel para el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy). Pero la historia en las democracias occidentales puede, de todas maneras, ser un asunto altamente político. Considere el papel que desempeña la historia de la esclavitud en la política estadounidense de hoy en día. Mientras que algunos en la izquierda proyectan la historia de Estados Unidos como una historia de supremacía blanca, los políticos de derecha intentan que se prohíban en las escuelas los libros que defienden dicho argumento.
Es significativo que la historia oficial de la China de Xi esté en consonancia con la fuerte tendencia que existe en Occidente sobre definir la identidad colectiva en términos de victimismo. Si la narrativa oficial de la China de Mao fue una de corte heroico, la historia durante el gobierno de Xi es una historia de degradación incesante a manos de invasores extranjeros hasta la revolución comunista de 1949. La historia heroica de la Larga Marcha de 1934-35, período en el cual el Ejército Rojo de Mao eludió a los nacionalistas de Chiang Kai-shek, es ahora menos importante que los sufrimientos padecidos por el pueblo chino en Nankín o durante las Guerras del Opio del siglo XIX.
Algo parecido también sucedió en Israel. La historia promovida tras la fundación del Estado judío en el año 1948 fue una de heroicos luchadores por la libertad y viriles kibutzniks, mientras que el Holocausto en Europa fue algo vergonzoso que era mejor olvidar. Esto comenzó a cambiar en la década de 1960, después del juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann, el cerebro logístico del genocidio nazi. La nueva narrativa apunta a que los recuerdos del Holocausto deberían hacer que Israel sea más duro con sus enemigos, especialmente con los palestinos.
Putin sigue prefiriendo la versión heroica de la historia rusa. Lo que los rusos necesitan recordar es el triunfo, y no así el victimismo, y mucho menos el sufrimiento bajo el poder de sus propios gobernantes.
La historia triunfalista tiene muchos peligros. Un sentimiento de superioridad nacional que enceguece a las personas ante sus propios defectos y las hace ajenas a la forma en que tratan a los demás. También puede fomentar un sentimiento natural de tener derecho a ser superiores, algo similar a lo que sentían los británicos durante el apogeo de su poder imperial, o los estadounidenses en tiempos más recientes.
Si un estado de ánimo triunfalista puede conducir a la arrogancia, las heridas de la humillación alimentan la rabia colectiva. Estas heridas pueden ser tan antiguas que sus causas se han olvidado hace tiempo; el victimismo se convierte en algo mítico. Pero las emociones vengativas pueden ser fáciles de despertar. Por ejemplo, el nacionalismo serbio de la década de 1990 aprovechó los agravios que se remontan a la batalla de Kosovo del año 1389, cuando un ejército serbio luchó contra las tropas del Imperio Otomano.
Pero las historias oficiales de victimismo pueden ser, como mínimo, igual de peligrosas. Alimentan la creencia de que los errores del pasado deben ser vengados y que los antiguos enemigos nunca pueden ser olvidados.
Cuando surgen sentimientos hostiles, la exactitud histórica es irrelevante. Las tropas serbobosnias que arrasaron en Prijedor y Srebrenica durante la guerra de Bosnia llamaron a sus víctimas musulmanas “turcos”, como si estuvieran luchando contra los soldados otomanos a finales del siglo XIV.
De hecho, la diferencia entre las narrativas oficiales de heroísmo y victimismo no es tan grande como podría parecer. El objetivo de la historia como propaganda en China y Rusia hoy en día (y, de hecho, en Israel) es proporcionar legitimidad a quienes están en el poder. Sólo la fuerza del PCCh garantizará que el pueblo chino nunca más sea humillado por los extranjeros. Sólo Putin mantendrá a los rusos a salvo de sus enemigos, tal como lo hizo Stalin cuando Hitler invadió. Y sólo un gobierno israelí que sepa cómo ser implacable evitará otro Holocausto.
El problema con la historia como propaganda no es que suscite que las personas se sientan bien o mal, sino que crea enemigos perpetuos y, por lo tanto, un riesgo bélico perpetuo.
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