PRINCETON – La investigación de la Comisión Selecta de la Cámara Baja de Estados Unidos el 6 de enero todavía está muy lejos de establecer un registro integral del ataque al Capitolio el año pasado, de manera que deberíamos abstenernos de hacer generalizaciones fáciles sobre los insurrectos. En términos ideales, la comisión descubrirá suficiente evidencia para hacer remisiones penales al Departamento de Justicia para los principales conspiradores, no sólo los soldados rasos.
Aun así, algunas declaraciones básicas sobre los agitadores parecen poco polémicas. Por ejemplo, sabemos que muchos de los que atacaron la sede de la democracia norteamericana se veían a sí mismos como defensores acérrimos de la Constitución de Estados Unidos. ¿Estaban simplemente equivocados?
Una clave para entender el episodio reside en un fenómeno que caracteriza a los partidos y movimientos de extrema derecha en los diferentes países: la promesa de devolverle un estatus privilegiado a los hombres blancos que piensan que las mujeres, la naturaleza y la maquinaria de la democracia en definitiva les pertenecen. El Capitolio fue “tomado” por agresores que manifestaban una sorprendente sensación de legitimación, mientras cantaban eslóganes como “¿La Cámara de quién? ¡Nuestra Cámara!” Los observadores que dijeron que los insurrectos se comportaban casi como turistas malinterpretaron lo que vieron. Los turistas –especialmente los conservadores que le temen a Dios- por lo general no toman ilegalmente, destrozan o directamente destruyen los sitios que visitan, ni defecan en ellos.
La filósofa alemana Eva von Redecker ofreció un análisis más profundo de los acontecimientos de ese día. Inspirada en los fenómenos médicos del dolor fantasma y los miembros fantasma, recientemente acuñó el término “posesión fantasma” para entender el nuevo autoritarismo de nuestra era.
Durante siglos, los hombres blancos en Estados Unidos tenían derecho a reclamar muchas cosas –inclusive seres humanos- como su propiedad personal. El ambiente natural estaba allí para ser tomado y se esperaba que las mujeres ofrecieran sexo y diversas formas de atención según el principio de coverture (sumisión legal al esposo). Que sus capacidades reproductivas fueran objeto del control de los hombres era algo obvio.
Los colonos norteamericanos se apropiaron de territorio que primero había sido declarado terra nullius (tierra sin dueño), aunque en realidad había habido mucha gente allí antes. Y mientras que las mujeres (blancas) no se podían comprar o vender como propiedad, la coverture implicaba que las mujeres estaban efectivamente bajo el control de los hombres. Vale la pena recordar que en algunas democracias occidentales las esposas no podían aceptar un empleo sin el consentimiento de su marido hasta los años 1970, y que la violación marital se declaró ilegal recién en los años 1990.
Como observó el profesor afronorteamericano W.E.B. Du Bois, el derecho a oprimir a ciertos grupos durante mucho tiempo sirvió como una compensación para los blancos más pobres que habían sufrido alguna forma de dominación. Una sensación de relativa superioridad generaba una “compensación psicológica”, ayudando a mantener intacta la estructura social prevaleciente.
Las cosas han cambiado desde entonces. Y si bien no han cambiado lo suficientemente rápido (hasta en Suecia todavía hay una brecha salarial de género de por lo menos el 5%), la transformación social ha sido suficiente como para generar la ira y el resentimiento por las posesiones fantasma que caracterizan a los movimientos de extrema derecha en todas partes.
Un sello de la propiedad moderna es que por lo general uno puede hacer con ella lo que quiere. Como explicó el gran jurista británico del siglo XVIII William Blackstone, la propiedad es “ese dominio único y despótico que un hombre reclama y ejerce sobre las cosas externas del mundo”. Y según el Código Napoleónico, un prerrequisito de tener propiedad era el derecho a abusar de ella o inclusive destruirla.
Esta idea legal tiene una dimensión psicológica: un acto de destrucción se puede utilizar para demostrar que algo nos es propio. Esta dinámica se vuelve tremendamente evidente cuando los hombres deciden matar o desfigurar a las mujeres que dicen amar en lugar de tolerar su emancipación (que literalmente implica una salida de la propiedad, del latín mancipium).
Visto desde esta perspectiva, quizá no sorprenda que la mayoría de los insurrectos fueran hombres, muchos de los cuales portaban pertrechos militares y pretendían librar un combate contra supuestos enemigos de la Constitución de Estados Unidos. El hombre que apoyó los pies en un escritorio de la oficina de la portavoz de la Cámara, Nancy Pelosi, estaba afirmando un “dominio despótico”, buscando hacer del fantasma algo real.
Mientras los acólitos de la extrema derecha supongan que tienen derecho a cosas que, en realidad, no les pertenecen, no sirve de mucho explicarles de qué se trata la democracia, o decirles que están atacando precisamente eso que dicen valorar. Si la democracia de Estados Unidos no es exactamente como ellos la conciben –la posesión exclusiva de los hombres blancos-, prefieren destruirla antes que permitir que responda a las mayorías que incluyen gente de color.
Por supuesto, la política de extrema derecha no se reduce enteramente a la misoginia. El electorado de extrema derecha siempre ha sido una minoría, de modo que lo que más importa es si los partidos y los políticos de extrema derecha pueden formar coaliciones que satisfagan a un conjunto más amplio de grupos. Donald Trump, por ejemplo, apeló a algún segmento de los ricos que buscaban desregulación y exenciones impositivas.
De todos modos, como observan Shirin Ebadi y otras ganadoras de premios Nobel en un ensayo reciente, “el pacto autocrático fundacional” promete un “restablecimiento de privilegios privados de los hombres, y de las elites económicas y sociales, a cambio de tolerancia de la erosión de las libertades democráticas”. Así llama a un ataque sistemático a cualquier cosa que se asemeje a una soberanía individual femenina, sobre todo los derechos reproductivos de las mujeres, que han sido recortados marcadamente en los reductos de derecha, más recientemente en Polonia, Mississippi y Texas.
Ciertamente, resulta tentador interpretar la furia de la extrema derecha como una señal de que las cosas en definitiva están cambiando para mejor. En este relato, los insurrectos son quienes constituyen la “resistencia” y la suya es una batalla perdida.
Pero quienes han sufrido con Trump, con el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, y con el líder de facto de Polonia, Jarosław Kaczyńskim, todavía están pagando los costos, al igual que las víctimas de los terroristas del 6 de enero y sus familiares. Una reversión total de la emancipación femenina y de las minorías puede ser una utopía de la extrema derecha, pero más actos de destrucción por parte de hombres blancos que buscan un dominio único y despótico son más que probables.
Te puede interesar:
Las víctimas de quienes no se vacunan