BRUSELAS – Este mes marca un hito importante en la lucha contra el calentamiento global, y no sólo debido a la celebración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) en Glasgow. Si bien durante el período previo a esta reunión muchos países anunciaron ambiciosos objetivos de reducción de emisiones, a menudo el cumplimiento de los mismos está a una generación de distancia, es decir los plazos fijados para su logro se extienden hasta el año 2050 o incluso el 2060.
Entre tanto, los gobiernos en Europa, así como en otros lugares, se enfrentan a una crisis energética en el futuro inmediato, crisis que se presenta en la forma de un aumento de los precios del gas y el petróleo. La manera en la que estos gobiernos reaccionen frente a esta crisis develará mucho más sobre su capacidad para gestionar los desafíos concretos de la transición verde de lo que develan sus promesas sobre el logro a largo plazo de cero emisiones netas.
La actual alza del precio de la energía es un caso clásico de un accidente que tenía que ocurrir en algún momento. Varios años de precios bajos, en combinación con la presión regulatoria sobre los bancos para que reduzcan su exposición a las industrias marrones, intrínsecamente han menguado la inversión en combustibles fósiles. El repunte más rápido de lo esperado de la recesión causada por la COVID-19, al cual se añadió un clima algo más frío de lo habitual en el hemisferio norte, fue suficiente para elevar los precios de la energía a sus niveles más altos en una década.
Los elevados precios de los combustibles fósiles son, en teoría, los impulsores ideales para una transición verde, ya que hacen que las energías renovables sean más competitivas. Pero el problema consiste en que los consumidores se habían acostumbrado a los precios bajos y ahora se encuentran en pie de guerra por su repentino aumento.
El fenómeno no es nuevo. Muchos países en Europa central y oriental se enfrentaron a un problema similar cuando a principios de la década de 1990 perdieron acceso a suministros de energía baratos, mismos que provenían de la Unión Soviética. Hasta entonces, los precios de la energía en la región habían sido tan bajos que la mayoría de los edificios no contaban con aislamiento térmico adecuado, y el consumo de la calefacción ni siquiera se registraba con un medidor. El cambio al pago de precios de mercado causó problemas particularmente agudos para un gran número de jubilados que vivían en edificios de apartamentos de mala calidad, debido a que repentinamente el monto que recibían por sus pensiones era inferior al que tenían que pagar por sus facturas de calefacción.
Para la mayoría de los economistas, la solución era clara: los gobiernos debían elevar los precios de la energía a los niveles del mercado y utilizar parte de los mayores ingresos percibidos para pagar a los hogares con menores recursos una suma global destinada a cubrir los costos más altos de la energía. Todas las principales instituciones multilaterales y europeas (incluyendo el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Comisión Europea) apoyaron este enfoque, mismos que fue gradualmente implementado por los gobiernos de la región con el paso del tiempo.
Europa central y oriental aún no ha resuelto por completo el problema (las viviendas siguen siendo menos eficiente energéticamente que las ubicadas en Europa occidental); sin embargo, la mayoría de los países de esta región han logrado avances sustanciales. Los diferentes resultados que los países individualmente alcanzaron nos dejan una lección interesante: la calidad de la gobernanza de un país influye fuertemente en su ritmo de mejora en materia de eficiencia energética.
Por ejemplo, Estonia, país que a menudo encabeza las clasificaciones regionales sobre gobernanza, ha aumentado su eficiencia energética con mayor rapidez que algunos países de los Balcanes Occidentales, en los que la calidad de la gobernanza es mucho más deficiente y aún persisten distorsiones en el mercado energético. En Bulgaria, alrededor del 33% de la población afirma no poder mantener su vivienda adecuadamente caliente, un elemento clave dentro la definición de la Unión Europea de pobreza energética. El porcentaje de la población de Estonia que hace la misma afirmación es inferior al 3%, a pesar de que los inviernos en este país duran mucho más tiempo y el número de días en los que la temperatura ambiente llega a un grado en el que se requiere calefacción es un 50% superior al de Bulgaria.
Aumentar gradualmente los precios de la energía y paralelamente proporcionar apoyo a los ingresos de los más necesitados parece ser una tarea sencilla, pero en la práctica es una tarea difícil de implementar. Siempre habrá grupos en la sociedad que tengan otros pedidos de apoyo a sus ingresos que sean válidos, y el aumento constante de los precios a lo largo del tiempo requiere que las intervenciones en el mercado energético sean cuidadosas y limitadas. Por lo tanto, hacer frente a un gran aumento de los precios de la energía (como hoy en día lo hacen muchos países europeos) es siempre una prueba no sólo para la capacidad de los gobiernos, sino también para la sociedad en su conjunto.
Una característica clave que muestra el nivel de resiliencia de una sociedad es su capacidad para evitar la acumulación de vulnerabilidades, incluso con respecto al sector energético. España, país donde el gobierno actualmente está entrando en pánico frente a la fuerte subida de los precios de la electricidad en los hogares, se constituye en un ejemplo sorprendente. En el pasado, el gobierno español alentaba a las familias a realizar contratos para la provisión de electricidad con precios al contado, lo que en años recientes parecía ser una gran ganga ya que los precios estaban bajos. Sin embargo, tales contratos se tornan en políticamente insostenibles cuando los precios al contado repentinamente se duplican o triplican.
Asimismo, las hipotecas a tasas de interés ajustables fueron muy populares en muchos países durante el período que precedió a la crisis financiera mundial, período en el cual las tasas de interés eran bajas; sin embargo, estos productos financieros resultaron ser muy perjudiciales cuando las tasas se dispararon durante el período 2008-09. Pero el Gobierno español hoy en día está duplicando su antiguo error al prometer que los hogares no pagarán más por la provisión de electricidad de lo que pagaban en el año 2018.
El dilema de la electricidad en España devela el verdadero costo de los períodos prolongados de precios bajos de la energía. Políticamente, por supuesto, estos períodos son muy convenientes. Sin embargo, los bajos precios conducen a que las personas y las empresas construyan sus medios de vida y modelos de comercio sobre la base de la energía barata, lo que hace que cualquier eventual ajuste al alza de los precios de la energía sea mucho más difícil.
El movimiento de “los chalecos amarillos” de Francia, a menudo citado como un obstáculo para las políticas verdes, proporciona otro ejemplo. Los participantes de este levantamiento que comenzó en el año 2018 son, en su mayoría, personas cuyos trabajos y estilos de vida dependen de su desplazamiento en automóviles, y por lo tanto, están sujetos a la obtención de gasolina barata. Estas personas representan a una pequeña proporción de la sociedad francesa (el número de activistas de los chalecos amarillos se mantuvo siempre bajo), pero forman un grupo muy elocuente.
En casos como estos, la pregunta que los sistemas políticos deben responder es: ¿cómo se puede cuidar a una pequeña minoría cuyo sustento se ve amenazado por el cambio? La respuesta fácil es proporcionar subvenciones a los combustibles. Sin embargo, las subvenciones no son una solución viable a largo plazo, debido a que el gobierno tendría que aumentarlas cada vez que el costo de los desplazamientos en automóvil se eleve, tal como necesariamente va a ocurrir bajo cualquier escenario de descarbonización.
La conclusión es simple: es poco probable que las sociedades que no pueden aceptar los actuales precios de la energía se preparen adecuadamente para la transición verde, independientemente de sus promesas de cero emisiones netas hasta el año 2050 o hasta años posteriores. En cambio, sí es probable que estas sociedades actúen demasiado tarde, y por lo tanto, demasiado repentinamente, lo que no sólo será económicamente costoso, sino también políticamente insostenible.
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