ATENAS – Una «lección brutal de geopolítica»: así describió el periódico berlinés Der Tagesspiegel el anuncio de AUKUS, la nueva alianza de seguridad entre Australia, el Reino Unido y los Estados Unidos. El acuerdo es más que un importante golpe financiero para Francia (cuyo contrato con Australia para la provisión de doce submarinos, por 50 000 millones de dólares australianos/36 000 millones de dólares estadounidenses, se anuló sin contemplaciones). Puede que el hecho más importante sea que el presidente estadounidense Joe Biden optó por anunciar la creación de AUKUS en una forma que sólo es posible interpretar como una humillación deliberada para Francia y, por asociación, para el resto de la Unión Europea.
No fue la primera lección brutal que le dio Estados Unidos a la UE estos últimos tiempos. Cuando Donald Trump repudió el acuerdo alcanzado en forma conjunta por el expresidente Barack Obama y la UE para el final del programa nuclear iraní, uno de sus motivos fue poner en su lugar a Alemania. Horas después de que la canciller alemana Angela Merkel declaró que las corporaciones de la UE iban a ignorar las sanciones de Trump y seguirían comerciando con Irán, las corporaciones alemanas hicieron un anuncio propio: como no querían que las expulsaran del mercado estadounidense, y perderse las rebajas de impuestos corporativos de Trump, decidieron no comerciar más con Irán.
Ambos incidentes sirvieron al propósito de preservar la hegemonía financiera y geoestratégica de Estados Unidos en Occidente. Los dos enfurecieron a la dirigencia europea lo suficiente como para pensar en represalias. La amenaza de Trump de sancionar a corporaciones europeas que siguieran haciendo negocios con Irán generó un debate en la UE sobre la conveniencia de responder con sanciones a empresas estadounidenses. Y la semana pasada, ante el anuncio de AUKUS por parte de Biden, el presidente francés Emmanuel Macron respondió con una medida otrora reservada a ser usada como último recurso inmediatamente antes de una declaración de guerra: llamó a consultas a los embajadores de Francia en Washington y Canberra.
Lo previsible es que apaciguada la ira y extinguidas las amenazas, la dirigencia europea encare fríamente las causas de su debilidad respecto de Estados Unidos. Pero es una farsa que no debe engañar a nadie.
Cuando las empresas europeas se amoldaron a las sanciones de Trump contra Irán, los funcionarios de la UE concluyeron con razón que mientras Estados Unidos controle el sistema de pagos, Europa estará a su merced en cualquier confrontación donde haya dinero de por medio. Así que decidieron que Europa necesita un sistema de pagos que el gobierno estadounidense no pueda bloquear. Del mismo modo, después del fiasco causado por AUKUS, se volvió evidente la necesidad de contar con un ejército europeo cohesionado.
Pero en ambos casos, la creación de las instituciones europeas necesarias para desafiar la hegemonía estadounidense obligaría a la dirigencia de Europa a tomar una decisión que es reacia a contemplar.
Tomemos por caso la ambición de crear un sistema de pagos dominado por el euro que permita a empresas y estados comerciar sin depender del sistema financiero dominado por Estados Unidos. Para que funcione, se necesita liquidez, lo cual implica que el sistema tiene que ser capaz de atraer dinero de otras partes: Japón, China, la India y sin duda Estados Unidos.
Eso a su vez demanda que los inversores fuera de Europa con grandes tenencias de euros tengan un activo seguro denominado en esa moneda donde invertirlas por el tiempo (tan breve o tan largo) que quieran. En el mundo financiero denominado en dólares y dominado por Estados Unidos, ese activo no sólo existe, sino que crece día a día, en proporción al volumen ingente de deuda que emite el gobierno de los Estados Unidos. Pero en la UE, no hay un equivalente a los títulos del Tesoro de los Estados Unidos. Los bonos alemanes podrán ser todo lo seguros que se quiera, pero no hay cantidad suficiente de ellos para sostener un sistema denominado en euros que pueda competir con el sistema internacional de pagos dominado por el dólar.
Los funcionarios de la UE saben que la creación de un equivalente europeo de los bonos estadounidenses (el tan discutido pero nunca concretado eurobono) no es un proyecto fácil: llegar al volumen necesario de eurobonos implicaría emitir grandes cantidades de deuda paneuropea. Eso exige a su vez un ministerio de hacienda común, algo que sólo es posible legitimar abandonando la arquitectura intergubernamental de la UE para adoptar la peor pesadilla de las élites europeas: una federación democrática.
De hecho, durante sus dieciséis años en el poder, la canciller saliente de Alemania no se opuso a la creación de eurobonos por capricho o antipatía a la idea de un activo seguro europeo. Lo hizo porque no quería chocar contra la determinación de las élites europeas de cortar el proceso de integración de la UE mucho antes de que surja algo parecido a una federación democrática.
Lo mismo puede decirse de la integración militar. Incluso el modesto proyecto de conformar una fuerza europea de despliegue rápido con cinco mil efectivos nunca pasará de ser un gesto simbólico. ¿Quién enviará a esos hombres y mujeres a derramar su sangre en alguna guerra lejana? ¿El presidente francés? ¿La canciller alemana? ¿La presidenta de la Comisión Europea?
Y si hubiera necesidad de ordenar su regreso inmediato, ¿Quién tendrá autoridad para hacerlo? Sin un parlamento soberano para dar respaldo a un gobierno federal que tome esas decisiones, jamás podrá haber un ejército europeo digno de tal nombre.
La dirigencia europea se lo tiene bien merecido. Cuando cualquier presidente estadounidense les da una bofetada y les recuerda quién manda, no les queda otra opción que poner la otra mejilla, porque son ellos los que eligieron mantener sus privilegios actuales a costa de la independencia europea. Cada bofetada los enfurece lo bastante para lanzar amenazas y retirar embajadores. Pero después chocan contra su propia negativa a hacer lo que hace falta para liberar a Europa de la hegemonía estadounidense.
Para evitar la clase de humillación a la que Trump sometió a Merkel, Europa necesita eurobonos. Para evitar humillaciones como la que Biden propinó a Macron, necesita un ejército común. Pero para que haya eurobonos y un ejército común es necesario que las clases gobernantes nacionales de Europa (en particular las de los países acreedores) renuncien a su poder exorbitante y adopten, en cambio, la idea radical de un gobierno federal transnacional surgido de elecciones transnacionales.
El dilema para la dirigencia es claro: convertir a la UE en una federación democrática, perdiendo al hacerlo el poder exorbitante que disfruta sobre la ciudadanía europea en la UE no democrática de la actualidad, o someterse al ritual de flagelación a manos de quienquiera que ocupe la Casa Blanca. Y más allá de la alharaca de sus periódicas protestas, parece que la dirigencia europea ya eligió.
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