TEL AVIV – «Afganistán fue la misión de construcción nacional por excelencia», escribió el expresidente estadounidense George W. Bush en su libro de memorias de 2010. «Habíamos liberado al país de una dictadura primitiva, y teníamos la obligación moral de dejar en el lugar algo mejor». Esta lógica no tiene nada de sorprendente: a los proyectos coloniales siempre se los describió como «misiones civilizadoras». Y (como sucedió en Afganistán) han fracasado una y otra vez. En realidad, el único modo de crear un estado nacional es desde adentro.
Es verdad que Estados Unidos también tuvo algunos intentos de construcción estatal exitosos, por ejemplo el Plan Marshall que implementó en Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial. Pero aquí se trató más de «reconstrucción» que de construir algo desde cero, y tuvo lugar en países con un historial de capacidad estatal, economía de mercado en funcionamiento y tradición de cohesión nacional. Además, casi todos los detalles de la reconstrucción se dejaron en manos de figuras locales.
Estados Unidos también tuvo éxito en sus intentos de democratización posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero aquí tampoco se trató de «exportar la democracia» a países sin una tradición en ese sentido, sino más bien de construir sobre los valores latentes de la República de Weimar en la Alemania ocupada y de la democracia de la era Taishō en Japón.
Todo esto es muy diferente de las misiones estadounidenses más recientes. Después de su victoria en la Guerra Fría, Estados Unidos empezó a practicar el intervencionismo liberal alegremente y con mucha hybris. En una variedad de países (que incluyen sólo en África a Burundi, la República Democrática del Congo, Somalia y Sudán del Sur) emprendió largas y costosas iniciativas de construcción estatal con total ignorancia de las herencias históricas y de los contextos sociopolíticos, y hoy esos estados siguen siendo extremadamente frágiles.
Aun cuando Estados Unidos pidió la ayuda de profesionales de Naciones Unidas y de ONG con experiencia (actores dispuestos a dialogar con todas las partes interesadas locales, no sólo con las élites políticas) sus intentos de crear instituciones estatales desde la nada fracasaron (a veces consiguió fortalecer instituciones preexistentes). En Kosovo, una administración interina de la ONU condujo a partir de 1999 una amplia iniciativa de construcción estatal. En 2016, Freedom House clasificó a Kosovo como un «régimen autoritario semiconsolidado» y en 2021 como un «estado parcialmente libre».
Asimismo, transcurridos 26 años desde que el acuerdo de paz firmado en Dayton puso fin a la guerra en Bosnia‑Herzegovina y comenzó en ese país un proyecto de construcción estatal liderado por Estados Unidos, Freedom House todavía lo clasifica como un «estado parcialmente libre». Según un informe reciente de la ONU, «ya casi no queda nada de la sociedad multiétnica y diversa que existía antes del conflicto».
El fracaso del intento estadounidense de construcción estatal en Afganistán no podía ser más rotundo: el gobierno al que Estados Unidos daba apoyo cayó apenas unos días después de la retirada de las tropas occidentales. Pero también era predecible: Afganistán nunca tuvo un estado, en el sentido occidental del término.
Irak (al que Estados Unidos invadió poco después de Afganistán, durante el estallido de intervencionismo liberal que siguió a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001) ya existía como estado antes de la llegada de las tropas estadounidenses. Pero tras dieciocho años de ocupación estadounidense, hoy está lejos de ser una democracia multiétnica unificada en la que se respeten los derechos humanos y el Estado de Derecho.
No quiere decir esto que un país sin una tradición de gobernanza democrática o de instituciones creíbles esté condenado a no desarrollarlas nunca. Promover la «cohesión social» y las «capacidades autóctonas» (como se lee en los textos especializados) es un objetivo encomiable. Pero un país socialmente fragmentado, sin una tradición de pluralismo político y situado en una región inestable y no democrática es en esencia un candidato improbable para la democratización.
En Afganistán, por ejemplo, el gobierno apoyado por Estados Unidos era una entidad política invertebrada, a la que se injertó en una sociedad profundamente sectaria. Es decir que construir un estado implicaba construir una nación. Y aunque para Bush la construcción nacional era esencial, es una tarea que por su naturaleza y por su alcance está muy por encima de las capacidades de cualquier fuerza externa.
Esto es aplicable sobre todo a una situación de guerra. Las misiones estadounidenses de construcción estatal en Afganistán e Irak comenzaron con invasiones militares que se cobraron cientos de miles de víctimas locales. Bastó que la población comenzara a percibir la «guerra de liberación» estadounidense como una ocupación para que creciera el sentimiento antiestadounidense.
En 2005, sólo el 17% de los afganos querían que Estados Unidos se fuera del país. En 2009, la cifra había crecido al 53%. En Irak nada menos que el 71% de la población se declaró favorable a que Estados Unidos se fuera en el plazo de un año. No eran personas dispuestas a hacer propia una visión estadounidense respecto de su futuro. Y no ayudó que las fuerzas islamistas (los talibanes, Estado Islámico) se mostraran tan tenaces.
Con la retirada de Afganistán, parece que por fin Estados Unidos está abandonando el intervencionismo liberal. Eso es reflejo de un cambio más amplio en el equilibrio global de poder. Después de su victoria en la Guerra Fría, Estados Unidos se lanzó a crear un nuevo orden mundial basado en los «valores liberales», entre ellos el respeto de los derechos humanos, la gobernanza democrática y la economía de libre mercado. Era un objetivo inherentemente reñido con la realidad y con la historia, pero no había otra potencia ni otro modelo que pudieran cuestionar la hegemonía estadounidense. Eso cambió con el ascenso de China, y con la proliferación de regímenes iliberales.
En última instancia, el proyecto estadounidense de construcción estatal en Afganistán fue un fracaso estratégico, no táctico. En vez de ponerse a construir un estado a través de un gobierno títere corrupto e impopular en Kabul, mientras libraba una guerra en la que no podía ganar, lo que tenía que hacer Estados Unidos era llegar lo antes posible a un acuerdo con los talibanes y salir del país. Y la oportunidad ideal para esa desvinculación fue el asesinato en 2011 de Osama bin Laden. En vez de escabullirse del país mientras los talibanes triunfantes recuperaban el poder, Estados Unidos podía declarar una especie de victoria, y tal vez hubiera conservado mucha más influencia sobre un país en el que ahora no tiene ninguna.
Project Syndicate, 2021.
www.project-syndicate.org
Te puede interesar:
La realidad del riesgo financiero climático