LONDRES – Durante la hambruna irlandesa de los años 1840, cuando murieron más de un millón de ciudadanos irlandeses, Irlanda exportaba grandes cantidades de alimentos a Gran Bretaña. Para el gobierno whig en Londres, la defensa de los intereses comerciales, los dictados de la economía de “laissez-faire” y la indiferencia política ante el sufrimiento irlandés eclipsaban cualquier obligación de impedir una hambruna masiva con una intervención en los mercados.
La respuesta internacional a la pandemia del COVID-19 tiene una semejanza inquietante con la respuesta británica ante la hambruna irlandesa. Si bien la ciencia y la industria nos han dado los medios para inmunizar al mundo, nueve meses después de que se inyectó el primer brazo con una vacuna contra el COVID-19 los países ricos están utilizando su poder de mercado para no enviar dosis a los países pobres, poniendo millones de vidas en riesgo.
Consideremos algunas acciones recientes de la Unión Europea. Según un contrato con Johnson & Johnson (J&J), el bloque ha importado millones de dosis de vacunas de una compañía en Sudáfrica –un país donde apenas el 11% de la población está vacunada y la variante Delta está alimentando un alza en los casos-. Sin embargo, los esfuerzos por desviar las exportaciones de vacunas de Europa a Sudáfrica y sus vecinos se toparon con un despliegue de diplomacia de vacunas de cañoneras en la que la UE amenazó con tomar medidas en base a una cláusula en el contrato de J&J que prohibía las restricciones de las exportaciones.
El mensaje al mundo fue claro. Si bien los comisionados de la UE y los líderes políticos pueden llegar a las reuniones de las Naciones Unidas cantando loas a la importancia de la cooperación internacional y la equidad global en materia de vacunas, el puño de hierro del nacionalismo de vacunas es el que dirige la política en el mundo real. Cuando se trata de sopesar vidas africanas frente a ganancias marginales en la salud de ciudadanos de la UE ya protegidos, los africanos ocupan un segundo puesto distante.
El ex primer ministro del Reino Unido Gordon Brown recientemente destacó que el ejemplo sudafricano es un “símbolo estremecedor” de la injusticia global de las vacunas. Tenía razón –pero la injusticia es global-. En un mundo que ha ofrecido más de cinco mil millones de dosis, más del 70% de la gente en los países ricos ya ha recibido por lo menos una dosis, comparado con apenas el 1,8% en los países más pobres.
Esta es una brecha de equidad que mata. Sabemos que las vacunas ofrecen una protección efectiva contra las muertes y las hospitalizaciones como consecuencia del COVID-19. Como les ha recordado el presidente norteamericano, Joe Biden, a los norteamericanos, ésta es una “pandemia de los no vacunados”. Lo mismo es válido a nivel global. De todos modos, Estados Unidos y otros países ricos ahora se están preparando para ofrecer dosis de vacunas de refuerzo a poblaciones ya protegidas que enfrentan riesgos médicos marginales, desviando en efecto suministros de países donde el acceso a las vacunas es –literalmente- una cuestión de vida o muerte.
La distribución actual de las vacunas no sólo es éticamente indefendible. También es epidemiológicamente cortoplacista y económicamente desastrosa. Dejar a grandes segmentos de la población mundial sin vacunar aumenta el riesgo de que surjan mutaciones virales resistentes a las vacunas, prolongado la pandemia y poniendo en peligro a la gente en todas partes. Expandir las vacunaciones, en cambio, fomentaría la recuperación económica –al sumar 9 billones de dólares a la producción global en 2025, según una estimación del Fondo Monetario Internacional –y ayudaría a impedir retrocesos importantes en materia de pobreza, salud y educación.
La aritmética básica muestra que podemos vacunar al mundo. Las estimaciones de la firma de análisis de datos Airfinity sugieren que en 2021 se producirán alrededor de 12.000 millones de dosis de vacunas, y la producción se duplicará en 2022. Eso es más que suficiente para alcanzar la meta internacional del 40% de cobertura para fines de este año y el 60-70% a mediados de 2022.
Desafortunadamente, no alcanza para cumplir con las metas y satisfacer al mismo tiempo el deseo de los países ricos de acaparar stocks excedentes. Con sus contratos actuales, los países ricos podrían alcanzar tasas de cobertura de vacunación completa para más del 80% de sus poblaciones, incluidos refuerzos para la gente vulnerable, y tener un excedente de 3.500 millones de dosis, según datos de Airfinity –lo suficiente para cubrir el déficit en los países pobres y aun así dejar a los países ricos con una reserva de contingencia generosa.
Por el contrario, los países ricos están minando activamente los esfuerzos de cooperación internacional. Los donantes de ayuda han invertido 10.000 millones de dólares en el mecanismo de Acceso Global a Vacunas contra el COVID-19 (COVAX), el programa internacional destinado a ofrecer vacunas a los países más pobres del mundo. Esa financiación ha garantizado contratos por alrededor de 2.000 millones de dosis. Por otra parte, el Banco Mundial ha proporcionado 4.000 millones de dólares para COVAX y una iniciativa de compra de vacunas de Unión Africana. Pero COVAX y los países pobres son constantemente empujados al final de la fila de distribución de vacunas por los fabricantes, para quienes los países ricos están primero, sobre todo por las amenazas de sus gobiernos de emprender una acción legal e imponer sanciones.
La pandemia ha demostrado que el mundo necesita una distribución de capacidades de producción de vacunas más eficiente y equitativa. Desarrollar esas capacidades exigirá un intercambio de conocimientos, transferencias de tecnología, exenciones de propiedad intelectual e inversión a largo plazo. Pero sin una acción inmediata y decisiva que sustituya la estrategia de goteo en la provisión de vacunas con redistribución de mercados, el dictado de John Maynard Keynes de que “en el largo plazo todos vamos a estar muertos” tendrá una resonancia trágica.
Existen tres prioridades. Primero, la distribución de vacunas debe estar alineada con el objetivo de una cobertura del 40% en todos los países para fines de este año. Los países ricos deben aceptar ajustar sus propios cronogramas para que los fabricantes de vacunas puedan hacer entregas a COVAX y a los países en desarrollo. Acopiar stocks excedentes en los países ricos permitiendo al mismo tiempo que la gente muera por falta de vacunas en los países pobres es algo indefendible. Los donantes de ayuda también deberían ofrecer los 3.800 millones de dólares adicionales en financiamiento de subvenciones que hacen falta para activar opciones de COVAX para 760 millones de dosis adicionales para fines de 2021.
Segundo, para cumplir con los objetivos internacionales, necesitamos pasar de donaciones de vacunas intermitentes a una distribución de dosis de gran escala y coordinada. La UE, el Reino Unido y Estados Unidos deberían compartir de inmediato 250 millones de dosis adicionales –menos de una cuarta parte de sus excedentes colectivos- a través de COVAX para fines de septiembre, con un cronograma claro para distribuir mil millones de dosis adicionales para comienzos de 2022.
Tercero, más allá de la equidad de vacunas, existe una necesidad urgente de fortalecer los sistemas de salud, no sólo a través de la provisión de oxígeno médico, cuya escasez es crítica, terapéuticas y equipos de diagnóstico, sino también invirtiendo en los trabajadores y la infraestructura de la salud necesarios para que las vacunas lleguen a los brazos. La brecha actual entre los fondos prometidos y los fondos asignados para este fin es de alrededor de 16.600 millones de dólares.
Nuestra capacidad para salvar vidas, restablecer la esperanza y reconstruir las economías sacudidas por la pandemia no está limitada por una escasez de vacunas o financiamiento, sino también por un déficit de justicia y cooperación internacional. Los gobiernos de los países ricos muchas veces recitan el mantra de que “nadie está a salvo hasta que todos estén a salvo”. Sus líderes ahora deben actuar como si de verdad lo creyeran.
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