Escribo desde Victoria, el estado australiano que en 1970 se convirtió en la primera jurisdicción del planeta en hacer obligatorio el uso del cinturón de seguridad. Eso fue atacado como una violación a la libertad individual, pero los victorianos lo aceptaron porque salva vidas. Hoy la mayor parte del mundo tiene leyes similares. No puedo acordarme de la última vez que escuché a alguien exigir la libertad de conducir sin cinturón de seguridad.
En lugar de eso, hoy escuchamos exigencias por la libertad de no vacunarse contra las causas de la COVID-19. Brady Ellison, miembro del equipo olímpico estadounidense de tiro con arco dice que su decisión de no vacunarse fue “cien por ciento personal”, insistiendo en que “todo aquel que diga lo contrario está arrebatando las libertades de la gente”.
Lo extraño aquí es que las leyes que nos obligan a usar cinturones de seguridad infringen de manera muy directa nuestra libertad, mientras que las que exigen vacunarse si se va a ir a lugares donde otras personas podrían infectarse restringen un tipo de libertad para proteger la libertad de otros para desplazarse con seguridad.
Que no se me malentienda. Apoyo firmemente las leyes que obligan a conductores y pasajeros a usar cinturones de seguridad. En los Estados Unidos, se estima que estas han salvado cerca de 370.000 vidas y evitado muchas más lesiones graves. Violan el famoso principio de John Stuart Mill: “el único objetivo por el cual el poder se puede ejercer correctamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad es impedir el daño a otros”. El hecho de que la coerción sea para el bien de la propia persona “no es garantía suficiente”.
Se puede decir mucho sobre este principio, especialmente cuando se usa para oponerse a leyes contra actos sin víctimas, como las relaciones homosexuales entre adultos con consentimiento o la eutanasia voluntaria. Pero Mill tenía más confianza en la capacidad de los miembros de comunidades “civilizadas” de tomar decisiones racionales en su propio bien que la que podemos tener nosotros hoy, vistas las circunstancias.
Antes de que los cinturones de seguridad se hicieran obligatorios, los gobiernos lanzaban campañas para educar a la gente acerca de los riesgos de no usarlos. Estas tenían algún efecto, pero la cantidad de personas que los usaban ni siquiera se acercaba al 90 % o más que los usan en EE.UU. hoy (con cifras similares o superiores en muchos otros países donde no usarlos es una infracción).
La razón es que no somos buenos a la hora de protegernos contra riesgos muy pequeños de que ocurra un accidente. Cada vez que entramos a un coche, es muy pequeña la probabilidad de sufrir un accidente lo suficientemente grave como para provocar lesiones si no usamos cinturón de seguridad. Sin embargo, dado el ínfimo esfuerzo de usarlo, un cálculo razonable de nuestros propios intereses muestra que es irracional no hacerlo. Los supervivientes a un choque entre automóviles que sufrieron lesiones por no usar cinturón de seguridad reconocen y lamentan su irracionalidad, pero solo cuando ya es demasiado tarde, como siempre lo es para quienes murieron por no usarlos.
Hoy vemos algo muy similar con las vacunaciones. Brytney Cobia publicó hace poco en Facebook el siguiente relato sobre su experiencia como médico en Birmingham, Alabama:
“Estoy ingresando al hospital a gente joven y antes sana con infecciones de COVID muy graves. Una de las últimas cosas que me dicen antes de ser entubadas es rogarme que las vacune. Mientras les sostengo la mano les digo que lo siento, pero que es demasiado tarde. Unos días más tarde, cuando llega la hora de la muerte, abrazo a sus familiares y les digo que la mejor manera de honrar a sus seres queridos es vacunarse y animar a todos quienes les rodeen a hacerlo también. Llorando, me dicen que no sabían. Que pensaban que era un engaño. O que era una treta política. Que pensaban que porque tenían cierto tipo de sangre o determinado color de piel no se enfermarían tanto. Pensaban que era ‘solo un resfrío’. Pero se equivocaban, y desearían retroceder en el tiempo. Y no pueden.”
Esta misma razón justifica hacer obligatoria la vacunación contra el COVID-19; de lo contrario, demasiadas personas tomarán decisiones que lamentarán después. Uno tendría que ser monstruosamente insensible para decir: “Es su culpa, déjenlos que se mueran”.
En cualquier caso, en la era del COVID hacer que la vacuna sea obligatoria no viola el principio de Mill de “no dañar a otros”. Los atletas olímpicos que han optado por no vacunarse imponen riesgos a los demás, tal como lo es acelerar en una calle llena de coches y personas. Si el Comité Olímpico Internacional hubiera dicho que solo podían competir los atletas vacunados, habría liberado a miles de atletas de un mayor riesgo de infectarse y eso habría justificado la invalidación del deseo de Ellison de competir sin estar vacunado.
Por la misma razón, las normas anunciadas el mes pasado en Francia y Grecia que exigen que quienes acudan a cines, bares o viajen en tren exhiban una prueba de que se han vacunado no son una violación de la libertad de nadie. En febrero, cuando el gobierno de Indonesia se convirtió en el primero del mundo en hacer obligatoria la vacuna para todos los adultos, la verdadera tragedia fue no que estuviera violando la libertad de sus ciudadanos, sino que los países más ricos no habían donado las vacunas necesarias para hacer que las leyes se hicieran realidad. Como resultado, Indonesia es hoy un epicentro del virus, causando la muerte de cientos de miles de indonesios no vacunados.
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