A inicios del Siglo XX un tigre de bengala causó terror en la comunidad de Champawat, en Nepal. Las cifras oficiales estiman que asesinó a 436 personas.
Se trató de una hembra que pasó a la lista de los animales más letales de la historia bajo el nombre de ‘La Tigresa de Champawat’ o ‘El Tigre Cebado de Champawat’.
Era 1907 y las autoridades locales no podían detenerla, así que decidieron recurrir a Jim Corbett, un famoso cazador y escritor inglés que ya tenía experiencia con animales come hombres.
Corbett había enfrentado a serpientes, tigres, leopardos y cocodrilos asesinos en otras partes del mundo. Su fama era tal que lo consideraban un héroe de la época.
Todas su aventuras las escribía a detalle y las solía publicar en libros recopilatorios de sus viajes, sobre Champawat anotó:
“Se ofrecían recompensas, se empleaban shikaris (cazadores) especiales y se enviaban partidas de gurkhas (guerreros de Nepal) desde Almora. Pero a pesar de todas estas medidas, el número de víctimas humanas seguía ascendiendo en forma alarmante”.
Jim aceptó dar caza al animal, pero pidió al gobierno eliminar cualquier gratificación económica que le pudieran dar. No quería quedar como un cazador a sueldo, ya que realmente le preocupaba la masacre que el tigre causaba. También solicitó retirar al ejército de la zona de la cacería y partió con un pequeño grupo de ayudantes.
“Había contratado a seis hombres para que llevaran mi equipo, y saliendo después del desayuno, hicimos el primer día una marcha de veintisiete kilómetros, hasta Dhari”.
Al llegar al pueblo de Dhari, los exploradores se encontraron con que sólo sobrevivían 50 personas que le tenían un enorme miedo al tigre:
“Se encontraban en tal estado de terror, que a pesar de que todavía no había caído el Sol cuando llegamos, hallé a toda la población dentro de sus casas, con las puertas bien atrancadas. Sólo cuando mis hombres hicieron fuego en la plazoleta y me senté frente a una taza de té, alguna que otra puerta comenzó a abrirse cautelosamente y los asustados campesinos aparecieron”.
Luego de varios días de búsqueda, Corbett avistó una docena de tigres y sintió el terror que sufrían los pobladores. Sin embargo, no renunció y se dispuso a darle fin a la bestia de cualquier modo.
“Mi presencia infundía valor a los campesinos y andaban con más libertad, pero todavía no había ganado su confianza lo suficiente corso para renovar mi pedido de que me acompañaran al bosque, a lo que yo concedía mucha importancia.”
El tiempo transcurría y los ataques en la periferia de Champawat no cesaban, la tarea parecía más complicada de lo normal. La tigresa asesinaba de imprevisto y huía antes de que los cazadores pusieran siquiera mirarla.
Un buen día, el animal atacó a una mujer y Corbett fue alertado de inmediato. Él salió a buscar al animal. Siguió el rastro de sangre y las huellas hasta llegar a su escondite:
“La tigre había traído a la joven directamente a este lugar y mi llegada perturbaba su comida. Esquirlas de hueso se esparcían por los alrededores”.
Por un descuido, el cazador fue descubierto por la tigresa, quien no se inmutó ante su presencia y tomó una postura amenazante:
“Con esta última víctima sumaban ya 436 el número de personas muertas por aquel animal, y estaba acostumbrado a ver interrumpidos sus festines por las partidas de rescate; pero creo que ésta era la primera vez que se sentía perseguido con tanta persistencia y comenzó a mostrar su resentimiento con gruñidos.”
El inglés sabía que estaba frente a su mayor reto. Titubeó por un buen rato, pero era consciente de que cualquier error le podía causar la muerte:
“Los gruñidos de la bestia y la expectativa de un ataque me paralizaban y esperanzaban a un mismo tiempo. Si la tigre perdía la paciencia lo suficiente como para atacar, me daría oportunidad de cumplir mi misión, y de poner fin con ella al dolor y al sufrimiento que causara”.
La tigresa dejó su alimento y buscó atrapar al cazador. Por varias horas, Corbett recurrió a toda su experiencia para sobrevivir. Ese día no pudo hacerle ningún daño:
“Ya hacía más de cuatro horas que duraba la persecución. Aunque vi repetidamente agitarse los matorrales, a ella no alcancé a verle ni un pelo”.
A la mañana siguiente emprendió una nueva búsqueda con su grupo de hombres armados. No tuvieron indicios del tigre hasta que llegó la tarde. El avistamiento causó miedo a sus colegas, pero él los llenó de confianza diciéndoles que era la única oportunidad para deshacerse de ella.
“La tigre dio un salto en redondo y se volvió por donde había llegado; cuando ya desaparecía en la espesura, levanté mi fusil y disparé desesperado y al azar detrás de ella”.
Los cazadores la persiguieron y lograron herirle, pero el animal no se rindió y emprendió la huída con la fuerza que tenía aún:
“Cuando la tigre se detuvo como muerta pensé que la bala le había pasado sobre el lomo y que se había detenido al encontrar cortada la retirada; de hecho le había dado perfectamente, pero un poco por detrás”.
El felino opuso resistencia y no estaba dispuesta a morir ese día, pero Corbett tampoco y se aventuró solo a terminar la hazaña:
“Continuó avanzando, con las orejas pegadas a la cabeza y los dientes al descubierto; entretanto yo, con mi arma al hombro, pensaba qué era lo mejor que podría hacer cuando me atacara, porque el rifle estaba vacío y no tenía más cartuchos”.
Después de una larga persecución, Corbett y el tigre llegaron a una roca donde quedaron de frente. El momento había llegado y sólo uno saldría vivo. Ahí el cazador notó con horror que la única arma de la que disponía estaba averiada:
“Hallándome a unos seis metros, levanté la escopeta y descubrí horrorizado que tenía un portillo de casi diez centímetros entre el cañón y el cerrojo… existía el peligro de que me dejara ciego si llegaba a disparar”.
Sin otra alternativa y con la tigre asesina de frente, Corbett disparó:
“El proyectil erró la boca de la tigre y le dió en la garra derecha, de donde la saqué más tarde con mis propias uñas. Afortunadamente, estaba casi agonizante y este último disparo acabó con ella. Quedó con la cabeza colgando sobre el borde de la roca”.
El cadáver del animal quedó postrado sobre la roca y sus ayudantes lo llevaron hasta el pueblo de Champawat para que los habitantes pudieran estar tranquilos de que el mal había terminado.
“El furor de los aldeanos al ver a su terrible enemigo era bien comprensible, porque no había uno solo entre ellos que no hubiera sufrido por su causa”.
El cuerpo de la tigresa fue desollado y con él se hicieron diferentes artilugios que se entregaron a los familiares de las víctimas como un recuerdo a la memoria de los fallecidos, pero Corbett se quedó con la piel del animal.
Días después abandonó el pueblo con el cariño, respeto, admiración y gratitud de los habitantes por haberlos librado de la tigresa. Antes de dejar la región, tuvo un breve encuentro con un leopardo que no le causó mayor dificultad y nunca más volvió a Champawat.